"No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree". (Romanos 1:16)

mayo 31, 2004

La naturaleza de las cosas

Antes que nada, quiero aclarar que lo que voy a escribir a continuación es pura interpretación. Pueden estar de acuerdo, como no. El pasaje (voy a transcribirlo entero) hace referencia a dos cosas solamente, yo voy a extender su alcance más allá de esas dos cuestiones. Por este motivo es la aclaración.

"Reciban al que es débil en la fe, pero no para entrar en discusiones. A algunos su fe les permite comer de todo, pero hay quienes son débiles en la fe, y sólo comen verduras. El que come de todo no debe menospreciar al que no come ciertas cosas, y el que no come de todo no debe condenar al que lo hace, pues Dios lo ha aceptado. ¿Quién eres tú para juzgar al siervo de otro? Que se mantenga en pie, o que caiga, es asunto de su propio señor. Y se mantendrá en pie, porque el Señor tiene poder para sostenerlo.
Hay quien considera que un día tiene más importancia que otro, pero hay quien considera iguales todos los días. Cada uno debe estar firme en sus propias opiniones. El que le da importancia a cierto día, lo hace para el Señor. El que come de todo, come para el Señor, y lo demuestra dándole gracias a Dios; y el que no come, para el Señor se abstiene, y también da gracias a Dios. Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni tampoco muere para sí. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos o que muramos, del Señor somos. Para esto mismo Cristo murió, y volvió a vivir, para ser Señor de los que han muerto como de los que aún viven. Tú, entonces, ¿por qué juzgas a tu hermano? O tú, ¿por qué lo menosprecias? ¡Todos tendremos que compadecer ante el tribunal de Dios! Está escrito: 'Tan cierto como que yo vivo -dice el Señor-, ante mí se doblará toda rodilla y toda lengua confesará a Dios'.
Así que cada uno de nosotros tendrá que dar cuentas de sí a Dios.
Por tanto, dejemos de juzgarnos unos a otros. Más bien, propónganse no poner tropiezos ni obstáculos al hermano. Yo, de mi parte, estoy plenamente convencido en el Señor Jesús de que no hay nada impuro en sí mismo. Si algo es impuro, lo es solamente para el que así lo considera. Ahora bien, si tu hermano se angustia por causa de lo que comes, ya no te comportas con amor. No destruyas, por causa de la comida, al hermano por quien Cristo murió. En una palabra, no den lugar a que se hable mal del bien que ustedes practican, porque el reino de Dios no es cuestión de comidas o bebidas sino de justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo. El que de esta manera sirve a Cristo, agrada a Dios y es aprobado por sus semejantes.
Por lo tanto, esforcémonos por promover todo lo que conduzca a la paz y a la mutua edificación. No destruyas la obra de Dios por causa de la comida. Todo alimento es puro; lo malo es hacer tropezar a otros por lo que uno come. Más vale no comer carne ni beber vino, ni hacer nada que haga caer a tu hermano.
Así que la convicción que tengas tú al respecto, mantenla como algo entre Dios y tú. Dichoso aquel a quien su conciencia no lo acusa por lo que hace. Pero el que tiene dudas en cuanto a lo que come, se condena; porque no lo hace por convicción. Y todo lo que no se hace por convicción es pecado"
. (Romanos capítulo 14)

El pasaje habla de la comida y de la diferencia entre un día y otro.
Antes de la venida de Cristo, los judíos tenían prohibido comer de todos los animales que no fuesen rumiantes y tuviesen las pezuñas partidas en dos, como la liebre y el cerdo, así como también de los peces que no tuvieran aletas ni escamas, de varios tipos de aves y de casi todos los insectos, excepto los de la familia de las langostas (Levítico 11).
Lo mismo ocurre con la diferencia entre un día y otro. En la antigüedad, el pueblo de Dios debía guardar el día de reposo (hoy equivale al sábado), durante el cual no podía realizar ningún tipo de trabajo.
Con la venida de Cristo, estas cosas cambiaron. Hoy los cristianos tenemos permitido comer de todo y no tenemos la obligación de guardar el día de reposo, aunque sí debemos separar un día para consagrarlo al Señor en alabanza, adoración y oración (es costumbre hacerlo el domingo).

Pablo escribe este mensaje a los Romanos porque entre ellos había muchos judíos que seguían cumpliendo la antigua ley y condenaban a los que no lo hacían, de la misma manera que estos los criticaban a ellos por hacerlo.

"El que come de todo, come para el Señor, y lo demuestra dándole gracias a Dios; y el que no come, para el Señor se abstiene, y también da gracias a Dios".

Mi propósito es extender esta idea a otras áreas. Hay muchas cuestiones que no son claras en la Biblia, o que sencillamente no figuran. Seamos concientes de que el propósito de la Palabra es que los creyentes tengan en claro algunas cosas de la revelación de Dios, para poder acercarse a Él, pero no es un manual de comportamiento donde se especifica cómo debe ser cada acción de alguien que cree. Sobre todo, porque la era de la ley terminó, y hoy estamos bajo la gracia.

Hay cosas que para una persona pueden considerarse pecado, y para otras no. Pablo dice: "yo, de mi parte, estoy plenamente convencido en el Señor Jesús de que no hay nada impuro en sí mismo". El acto en sí puede considerarse pecado o no, según la percepción que el cristiano -guiado por el discernimiento que el Espíritu Santo da, y no por conclusiones personales- tenga de él.

El método de comprobación más sencillo para saber si algo es pecado o no, es determinar si esa acción o actitud perjudica nuestra relación con Dios (teniendo en cuenta que un creyente que vive la vida abundante está lleno de los frutos del Espíritu Santo, como la paz y el gozo).

Lo importante es que la convicción que cada uno tenga sobre un acto en sí, no perjudique a ningún hermano. Es decir, si para uno -por ejemplo- tomar cerveza no es pecado, pero a su hermano que tiene un problema de alcoholismo le hace mal que lo haga en su presencia, entonces no lo haga delante de él.
Por otro lado, si uno tiene dudas en cuanto a si algo determinado es pecado, entonces no debe hacerlo, porque no lo hace con sinceridad.

"Así que la convicción que tengas tú al respecto, mantenla como algo entre Dios y tú. Dichoso aquel a quien su conciencia no lo acusa por lo que hace. Pero el que tiene dudas en cuanto a lo que come, se condena; porque no lo hace por convicción. Y todo lo que no se hace por convicción es pecado".

El Espíritu Santo nos hará saber si estamos, o no, en pecado. Confiemos en su fidelidad para mantenernos en santidad. Sobre todo, escuchémoslo.

mayo 30, 2004

La mañana se acerca

El tiempo de la segunda venida de Cristo se acerca. Es por ende nuestra obligación vivir en santidad y llevar las buenas nuevas a quienes no las recibieron. Este pasaje de Romanos 13, del versículo 11 al 14, lo ilustra perfectamente:

"Entiendan el tiempo en que vivimos. Ya es hora de que despierten de su letargo, pues nuestra salvación está ahora más cerca que cuando inicialmente creímos. La noche está por terminar; el día casi está aquí. Por eso, dejen a un lado las obras de la oscuridad y pónganse la armadura de la luz. Compórtense decentemente, como a la luz del día, no en orgías y borracheras, ni en inmoralidad sexual ni libertinaje, ni en disensiones y envidias. Más bien, revístanse ustedes del Señor Jesucristo, y no piensen en cómo satisfacer los deseos de la naturaleza pecaminosa".

El versículo 12 es uno de los más hermosos de la Biblia: "la noche está por terminar; el día casi está aquí". Esta afirmación nos da una necesidad de urgencia.
Dice: "el tiempo es poco, ya casi termina". Debemos apurarnos, entonces, a "revestirnos de Cristo y dejar las obras de la oscuridad" y a llevar esta luz a cada rincón oscuro de nuestra vida y de nuestro entorno.

"No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree" (Romanos 1:16). Qué difícil afirmar esto con sinceridad.

Pensemos que la mañana se acerca y dejemos atrás todos nuestros miedos y prejuicios. "Ya se acerca el día".

mayo 29, 2004

Descubriendo Su voluntad

Los cristianos casi siempre demoramos nuestras decisiones basándonos en el siguiente argumento: "no sé qué es lo que Dios quiere para mi vida; cuando lo sepa, voy a ir tras ello".
Es cierto que lo que Dios quiere para nosotros debe ser fundamental en nuestra vida, y que siempre tenemos que intentar seguir esa voluntad, pero no debemos mistificarlo tanto.

Romanos 12:2 dice:
"No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta".

Me parece bastante claro.

La manera más simple y directa de descubrir lo que Dios quiere para nosotros es, como dice otra versión, "no conformarnos a este siglo". Nada que el mundo nos ofrezca puede acercarnos a Dios, o aproximar nuestras vidas al propósito que Él tiene para ellas.

La forma para estar más cerca de Él es a través de "la renovación de la mente". Esto es: comenzar a pensar más como Él y menos como nuestra naturaleza indica. Ver las cosas como Jesús las ve, y no como parecen ser a través de nuestros ojos.

En el capítulo 12 de Romanos, desde el versículo 9 hasta el 21, hay 25 indicaciones sobre cómo hacer lo que Dios espera de nosotros. Van desde amar con sinceridad, hasta no buscar venganza con nuestras propias manos.

De cualquier forma, me gustaría destacar el último versículo, el número 25, que dice:
"No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien".
En eso está resumida la voluntad del Padre.

Dejemos de plantearnos qué es lo que Dios quiere puntualmente y empecemos a hacer lo que sabemos con certeza que sí quiere. Él, a su tiempo, nos irá dando indicaciones más precisas sobre para dónde quiere que vaya nuestra vida.

mayo 28, 2004

Voluntad irrevocable

Las decisiones de Dios -salvo muy pocos casos con no vienen al caso- son definitivas. Por algo Él es Dios soberano.

Por lo menos, estamos seguros de dos cosas: "los dones de Dios son irrevocables, como lo es también su llamamiento" (Romanos 11:29).

Cuando Dios busca a una persona, esta no puede ocultarse de Él. Si el propósito divino es que aceptemos la gracia y sirvamos al dador de esta gracia de determinada manera, así será. Podemos retrasarlo todo el tiempo que queramos, pero finalmente caeremos a sus pies. La voluntad de Dios se cumple siempre. Con terquedad y soberbia sólo la demoramos un poco.

Con ese tiempo perdido, los que se perjudican somos nosotros, no Aquel para el cual "un día es como mil años, y mil años como un día", como dice 2º Pedro 3:8. Nosotros desperdiciamos la posibilidad de vivir una vida abundante, de paz y gozo. Nosotros nos perdemos la corona de vida que Dios nos tiene preparada si vivimos una vida de santidad ("bienaventurado el hombre que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman"), como promete Santiago 1:12.

Por otra parte, los dones que Dios nos dio también son irrevocables. Nada ni nadie puede arrebatarnos el regalo que Dios, a través del Espíritu Santo, nos dio. Estos talentos y habilidades nos acompañarán el resto de nuestras vidas. Es, por ende, nuestra obligación descubrirlos y ejercitarlos, porque Dios nos va a pedir cuentas de lo que hagamos con ellos. Son parte de su manifestación en la tierra, son el atisbo más cercano a lo divino que poseemos. Cuanto más los desarrollemos, más cerca de Él estaremos.

El llamado y los dones de Dios son irrevocables. Aceptémoslos, entonces, y no demos más vueltas.

mayo 27, 2004

Pureza de corazón

La única forma de alcanzar a Dios es a través de nuestro corazón, porque eso es lo que Él mira.

"No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón", dice 1º Samuel 16:7.

A Jesús le importa por qué hacemos las cosas, no qué hacemos. A Él le importa más la intención que los resultados. Lo que busca son corazones humildes que lo busquen y lo amen.

"Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación" (Romanos 10:9-10).

Confesar con la boca y creer con el corazón es básicamente lo mismo: "porque de la abundancia del corazón habla la boca", dice Mateo 12:34. En ambos casos se trata del corazón.

Mateo 6:36 dice: "buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas las cosas os serán añadidas".

¿Cómo se busca el reino de Dios y su justicia? Sencillo, con el corazón, porque "con el corazón se cree para justicia".

Es importante que entendamos que Dios busca humildad y sencillez, nada más. Por eso es que la intención del corazón es lo único que alcanza. Las construcciones intelectuales y los sacrificios físicos son inútiles. El único camino para ser aceptado por Dios es a través de la pureza de corazón.

Busquemos verdaderamente -de corazón- a Dios, que como dice su Palabra, "todas las cosas nos serán añadidas".

mayo 26, 2004

Oídos sordos, como piedras

Si hay algo que tengo en claro que las personas no debemos hacer, es rechazar a Dios. El Señor continuamente nos busca: "he aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo" (Apocalipsis 3:20). Lo único que debemos hacer, como este versículo explica, es recibirlo.

Sin embargo, la reacción natural del hombre es no aceptar la gracia de Dios. Los principales motivos son el orgullo y la autosuficiencia. Creemos que podemos estar bien sin Dios. Creemos que no lo necesitamos. Como mucho, lo relegamos a una parte superficial de nuestras vidas, pero nunca nos entregamos completamente a Él.

Hay un problema con esto, y es que corremos un gran riesgo: agotar la paciencia de Dios.

La misericordia del Señor hace que sea capaz de soportar mil cosas de nosotros; pero a su vez, su justicia hace que esta paciencia llegue a un fin.

"Dios tiene misericordia de quien Él quiere tenerla, y endurece a quien Él quiere endurecer" (Romanos 9:18).

Una vez que el Señor endureció nuestro corazón, no hay forma de que tengamos fe. Ya no podemos sentir, porque somos como una piedra.

Los personas que le dieron su corazón a Jesús, pero no su vida -es decir, que aceptaron la gracia pero no se comprometieron a vivir por Aquel que se las otorgó-, de a poco van perdiendo sensibilidad. Dios va a hacerles llamados de atención constantemente: "hasta cuando vas a esperar", susurrará al oído. Llegará hasta gritarlo, hasta sacudir la vida de estas personas para ser escuchado. Si eso no ocurre, ellas dejarán gradualmente de escuchar la voz de Dios. Luego irán perdiendo de a poco los frutos del espíritu, principalmente el gozo y la paz. Finalmente, dejarán de tener conciencia de pecado. Pasaran de una vida de luz a una monótona apatía. Serán muertos en vida.

Es nuestro deber orar por aquellos que amamos y que rechazan la voz de Dios. No hace mucho tiempo yo mismo lo hacía, y gracias a la oración de una persona que se comprometió a no dejarme caer, hoy puedo estar más firme de lo que jamás había estado (y cuidando de no caerme). "La oración eficaz del justo puede mucho", dice Santiago 5:16. Doy fe de que lo hizo en mi vida.

"Hermanos, si alguno de entre vosotros se ha extraviado de la verdad, y alguno le hace volver, sepa que el que haga volver al pecador del error de su camino, salvará de muerte un alma, y cubrirá multitud de pecados" (Santiago 5:19-20).

No dejemos nunca de orar por quienes no conocen al Señor, ni por quienes se apartaron de su camino, ni por quienes -como yo mucho tiempo lo hice- viven una vida espiritual mediocre.

Dios es testigo de que en mi vida la oración eficaz de una persona me salvó de alejarme de Él. Dios es testigo de que la oración eficaz de esa persona evitó que mi corazón terminara de endurecerse a Su palabra.

Por favor, no nos olvidemos de orar.

mayo 25, 2004

El lugar de Dios

Una vez que recibimos a Cristo somos libres de pecado, como dice Romanos 8:1: "Ya no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu".

Esta nueva vida que recibimos al aceptar la gracia ("el Espíritu de vida nos ha librado de la ley del pecado y de la muerte", dice Romanos 8:2) nos provee de un espíritu de poder:"Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios", dice Romanos 8:15-16.

¡Qué increíble! El Espíritu Santo, Dios mismo, le "asegura a nuestro espíritu -como dice otra versión- que somos hijos de Dios". ¿Entendemos cabalmente la autoridad que esta verdad nos da? Porque, "si Dios está de nuestra parte, ¿quién puede estar en contra nuestra?" (Romanos 8:31), puesto que "somos más que vencedores por aquel que nos amó" (Romanos 8:37).

Como si todo esto fuera poco, el final del capítulo 8 de Romanos guarda una verdad más, una de las más importantes de toda la Biblia: nada puede apartarnos del amor de Dios.

"Estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor" (versículos 38 y 39).

Muchas veces nos sentimos solos. Muchas veces nos parece que Dios se olvidó de nosotros. Muchas veces nos creemos desfallecer. Muchas veces no podemos dormirnos sin que nuestros ojos se humedezcan de dolor. La tristeza invade a menudo nuestras vidas. Esto no debe ser así. Si somos conscientes del Dios que tenemos, nada puede desesperarnos. Si pudiésemos dimensionar el amor que Dios nos tiene; la paciencia, la misericordia, la fidelidad que nos regala, nada afectaría nuestro gozo y nuestra paz.

Diariamente nos preocupamos por cosas sin sentido. Miles de pequeñas decisiones le roban a Dios aunque sea por unos segundos el lugar que merece ocupar en nuestras vidas. Esto no debe ser así. Si somos conscientes del poder que Dios tiene, nunca lo dejaríamos de lado. Si pudiésemos alcanzar a comprender su juicio y su justicia, creo que incluso lo respetaríamos más (realmente me da vergüenza utilizar la palabra "respeto", cuando debiera ser devoción).

"Dios, que no escatimó siquiera a su propio hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, junto con Él nos dará generosamente todas las cosas que necesitemos" (versículo 32). Entendamos esto. Incorporémoslo. Internalicémoslo. Dejemos que Dios ocupe el lugar de Dios.

mayo 24, 2004

En lucha constante

Todo el tiempo debemos batallar contra los deseos del cuerpo. A cada momento nuestro viejo hombre nos presiona a hacer lo malo. Constantemente debemos resistir las tentaciones y seguir a Cristo.

El problema es que dentro nuestro conviven tanto la decisión de hacer el bien, como el deseo de hacer el mal: la decisión de hacer el bien, porque entendemos que debemos "procurar hacer lo bueno delante de todos", como aconseja Pablo en Romanos 12:17; y el deseo de hacer el mal, porque -como dice Santiago 1:14- "cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia (malos deseos) es atraído y seducido".

Romanos capítulo 7, versículos 14 al 23, dice:
"La ley es espiritual, pero yo soy meramente humano, y estoy vendido como esclavo al pecado. No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco. Ahora bien, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo en que la ley es buena; pero, en ese caso, ya no soy yo quien lo lleva a cabo sino el pecado que habita en mí. Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace sino el pecado que habita en mí.
Así descubro esta ley: que cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal. Porque en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios; pero me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo".


Como hombres, siempre vamos a caer en pecado: "no hay nadie que haga lo bueno; ¡no hay uno solo! (Salmos 14:3). Nuestro cuerpo, imperfecto, responde a una ley carnal, distinta a la que Dios manda. El pecado original, ese legado que Adán y Eva nos dejaron, hace que muchas veces nos comportemos como cerdos que continuamente se revuelcan en su propia inmundicia.
Tenemos en claro, también gracias a Adán y Eva y al discernimiento que el Espíritu Santo nos da, lo que está bien y lo que está mal. Sin embargo, por más que muchas veces decidamos hacer el bien, nuestros deseos carnales siempre nos traicionan.

"En conclusión, con la mente yo mismo me someto a la ley de Dios, pero mi naturaleza pecaminosa está sujeta a la ley del pecado". (Romanos 7:25)

El único camino para liberarnos del yugo del pecado es mediante la cruz de Cristo. Él es quien nos libera, quien rompe nuestras cadenas.

Roguemos a Dios que termine con todo pecado que pueda dominarnos, que nos ayude a abandonar malos hábitos, que nos dé fuerza para resistir la tentación. Él puede, y quiere, sostenernos en nuestras debilidades.
Como hombre, Cristo vivió lo mismo que nosotros, y todo lo resistió sin caer jamás. Acudamos, entonces, al único que puede ayudarnos cuando sentimos que algo nos domina, "porque como Él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados"(Hebreos 2:18).

mayo 23, 2004

¿Quién manda: mi cuerpo o yo?

Cristo murió en la cruz para justificarnos y así franquear el camino hacia Dios. Mediante ese sacrificio, Jesús venció al pecado. Su victoria nos da poder y libertad.

"Nuestra vieja naturaleza fue crucificada con Cristo para que nuestro cuerpo pecaminoso perdiera poder, de modo que ya no siguiéramos siendo esclavos del pecado", dice Romanos 6:6.

La propiciación de Cristo -es decir, su sacrificio para pagar por nuestras rebeliones y así hacernos aceptables ante Dios- nos da la facultad de que seamos nosotros quienes dominen al cuerpo y sus deseos, y que por ende no sea él quien nos domine a nosotros. Es nuestra responsabilidad no permitir que los viejos deseos de la carne vuelvan a esclavizarnos.

"No permitan ustedes que el pecado reine en su cuerpo mortal, ni obedezcan a sus malos deseos. No ofrezcan los miembros de su cuerpo al pecado como instrumentos de injusticia; al contrario, ofrézcanse más bien a Dios como quienes han vuelto de la muerte a vida, presentando los miembros de su cuerpo como instrumentos de justicia. Así el pecado no tendrá dominio sobre ustedes, porque ya no están bajo la ley sino bajo la gracia" (Romanos 6:12-14).

Estando bajo el regalo inmerecido del Padre -es decir, la justificación- tenemos autoridad sobre nuestra mente y cuerpo. Tomemos, entonces, nuestra decisiones con la madurez suficiente para "no conformarnos con los deseos que teníamos cuando estábamos en la ignorancia", como dice 1º Pedro 1:14; sino, conociendo la Verdad, persigamos aquellas cosas que verdaderamente transcienden a esta vida. "Bástenos ya el tiempo pasado para haber hecho lo que agrada a los incrédulos" (1º Pedro 4:3), hagamos ahora sólo lo que agrada a Dios, quien en su misericordia nos perfecciona día a día hasta el momento en que podamos ver como Él ve.

mayo 22, 2004

La espera en el Señor

Dios trabaja continuamente en nuestras vidas para perfeccionarlas.
Me imagino a Dios mirándonos día y noche, pensando qué cosas necesitamos que nos ocurran para que nos autosuperemos. Esto es: para que podamos incrementar nuestra capacidad de amar, para que tengamos menos dudas y por ende más fe, para que Dios corra dentro nuestro como un río de agua viva.
Muchas veces necesitamos una palabra de aliento, un mimo, una expresión de gracia (regalo inmerecido); y Dios nos da esas cosas. Otras, precisamos que simplemente se nos ignore, que el silencio sea toda la respuesta que nuestras preocupaciones reciban; y Dios sabe cómo callar cuando nuestra alma no es capaz de oír su voz. Y, a veces, requerimos de una sacudida, de un golpe que nos haga reaccionar, que nos despierte del letargo en el que solemos entrar como nos dejamos arrastrar por la apatía; y Dios -definitivamente- también sabe cómo llamar nuestra atención cuando el objetivo se nos va de foco.
Estas cosas -ya sea el regalo, el silencio o los sacudones- deben alegrarnos, porque son algunas de las maneras en que Dios demuestra su amor:

“También nos regocijamos en nuestro sufrimiento, porque sabemos que el sufrimiento produce perseverancia; la perseverancia, entereza de carácter; y la entereza de carácter, esperanza. Y la esperanza no nos decepciona”, dice Romanos 5:3-5a.

La más difícil de aceptar es el dolor. Sin embargo, como cristianos, tenemos la esperanza de que esos malos tragos tienen un propósito en nuestras vidas: "Sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien", afirma Romanos 8:28.
Y lo más importante, es que esa "esperanza no nos decepciona, porque Dios a derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado".

Ya sea en medio de bendición, de aparente indiferencia, o de sufrimiento, esperemos en el Señor. Él nunca nos defraudará, porque su fidelidad es para siempre.

mayo 21, 2004

Bienaventurados

Voy a contarles un secreto, pero no se lo digan a nadie: el diablo miente.

Satanás trabaja en nosotros utilizando la siguiente fórmula: pecado pequeño y pecado enorme.
Cuando se presenta la tentación, lo primero que el príncipe de este mundo hace es mentirnos, haciéndonos creer que lo que queremos hacer es insignificante. "Hacelo, total no pasa nada", es lo que nos dice al oído.
Ahora bien, apenas caemos ante la tentación y pecamos, el diablo vuelve a mentirnos, llenándonos de culpa, diciendo: "sos una porquería, mirá cuán terrible es esto que acabás de hacer".
La consecuencia inmediata del pecado es la culpa y la vergüenza (sino pregúntenle a Adán y a Eva), pero ninguna de estas cosas vienen de Dios.
Cuando pecamos, el Espíritu Santo nos da conciencia de pecado, es decir, nos hace dar cuenta de la falta que cometimos para que nos arrepintamos y seamos perdonados. Esta conciencia es muy diferente a la culpa. La culpa nos paraliza, nos hace creer que somos una basura que no merece siquiera poder acercarse a Dios para pedirle perdón, porque creemos que aquello que hicimos (no importa qué cosa sea) es demasiado terrible. El problema es que no nos percatamos de que al creer esta mentira estamos teniendo en poco la muerte de Cristo, porque nos parece que su sacrificio no alcanza para cubrir nuestro mal.

Concepto: La conciencia de pecado es para nuestra edificación; y la culpa, para nuestra destrucción.

Salmos capítulo 32, versículos 1 y 2 dice:

"Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el hombre a quien el Señor no inculpa de pecado".

La muerte de Cristo nos coloca en el lugar de esos bienaventurados: "El señor Jesús fue entregado a la muerte por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación" (Romanos 4:25).
Como justos, no tenemos culpa de nuestros pecados, sino que la sangre de Cristo nos libra de su yugo. Porque eso es lo que Jesús vino a hacer a la tierra, a decir: "Todos estos pecados -todos nuestros pecados- los hice yo; me hago cargo de ellos, y pago por ellos".

El Señor no "inculpa de pecado", el diablo lo hace.
Oigamos entonces a Dios, que su verdad nos hace libres, y no al diablo, cuyas mentiras nos esclavizan.

mayo 20, 2004

Los ojos fijos en Cristo

Debemos fijar nuestros ojos en Jesús.
Pablo dice, en el tercer capítulo de su carta a los Romanos, que no hay siquiera un sólo justo, sino que todos se desviaron del camino de Dios: "No hay temor de Dios delante de sus ojos", dice el versículo 18 (aquí la palabra temor implica reverencia, no miedo).

Cuando uno va caminando, va mirando hacia dónde va a dirigirse y dónde apoya sus pies, sobre todo si la superficie sobre la que se pisa es resbalosa o está llena de obstáculos. Delante de nuestros ojos está en primera instancia el camino y, finalmente, la meta a la que queremos llegar.
Si delante de nuestros ojos no está Dios, es porque estamos mirando hacia otro lado, y por consiguiente, es a otro lado a donde llegaremos.

Antoine de Saint Exupery dijo: “Si al franquear una montaña en la dirección de una estrella el viajero se deja absorber demasiado por los problemas del escalamiento, se arriesga a olvidar cuál es la estrella que lo guía. Si se mueve sólo por moverse, no irá a ninguna parte”.

Por no mirar a Dios al salir de Egipto, los judíos estuvieron dando vueltas en el desierto 40 años, en vez de sólo 10 días.
Esto mismo es lo que nos pasa a los cristianos cuando dejamos de ver a Dios y nos distraemos con las cosas del mundo.

Miremos, entonces, a Dios, que es la estrella más fiel que puede guiarnos en el trayecto que esta vida implica.

mayo 19, 2004

Fariseos de este siglo

Realmente temo que nos convirtamos en los fariseos de este siglo. No quiero ser un religioso que se maneja mediante la repetición de rituales y liturgias que ni siquiera comprende.

Hoy Dios me hizo una advertencia en mi devocional.

El capítulo 2 de la epístola a los Romanos, en los versículos 17 al 24, dice:

"Ahora bien, tú que llevas el nombre de judío; que dependes de la ley y te jactas de tu relación con Dios; que conoces su voluntad y sabes discernir lo que es mejor porque eres instruido por la ley; que estás convencido de ser guía de los ciegos y luz de los que están en tinieblas, instructor de los ignorantes, maestro de los sencillos, pues tienes en la ley la esencia misma del conocimiento y de la verdad; en fin, tú que enseñas a otros, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas contra el robo, ¿robas? Tú que dices que no se debe cometer adulterio, ¿adulteras? Tú que aborreces a los ídolos, ¿robas de sus templos? Tú que te jactas de la ley, ¿deshonras a Dios quebrantando la ley? Así está escrito: 'Por causa de ustedes se blasfema el nombre de Dios entre los gentiles'".

Fuerte, ¿no?
Muchas veces queremos enseñar a otros cosas que ni siquiera logramos aprender nosotros mismos. Tenemos una relación con Dios, conocemos su voluntad por medio de su palabra y discernimos lo que está bien de lo que está mal a través de sus mandamientos. Poseemos la facultad de transmitir todo esto, pero ¿lo ponemos en práctica antes?
Pensemos que son nuestros actos, y no nuestras palabras, los que constituyen la vara con la que quienes nos observan medirán al Dios que predicamos.
Vivamos el ejemplo de Cristo, no lo contemos.

mayo 18, 2004

El fundamento

Comencé a escribir este blog con una idea en la cabeza: crear un ambiente virtual de mutua edificación. Un punto de encuentro que nos acerque en medio de la semana sin la necesidad de movernos de nuestras casas o lugares de trabajo.

El tema: Dios. Diariamente el Señor nos sorprende, nos enseña nuevas cosas, nos habla. El objetivo, entonces, es plasmar en esta página aquello que Él en su gracia y misericordia nos da, para compartirlo, y así ayudarnos mutuamente a crecer. La posibilidad de dejar comentarios abre la puerta a agregar Palabra o pensamientos sobre el disparador que esté escrito, para que entre todos demos un paso más hacia la meta, que es parecernos más a Cristo.

Este versículo lo resume:
"Para ser mutuamente confortados por la fe que nos es común a ustedes y a mí". (Romanos 1:12)

La epístola de Pablo a los Romanos también dice en su primer capítulo, versículo 16: "Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree".
Increíble texto que nos anima a predicar, sin pudor ni temor. Sin embargo, el pasaje no termina ahí, sino que Pablo luego agrega en el versículo 18: "Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad".
Es nuestra obligación predicar. Primero, porque es la Gran Comisión (Mateo 28:20), pero también porque como cristianos el Espíritu Santo que habita dentro nuestro hace que sintamos la obligación de compartir aquello que nos llena de vida y esperanza. "Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!" (1 Corintios 9:16).
Me duele reconocer que muchas veces soy uno de "los hombres que detienen con injusticia la verdad". Quedarme las buenas nuevas para mí, y no compartirlas con quienes me rodean para que puedan pasar de muerte a vida, para que regresen al Padre como el hijo pródigo, es injusto. La verdad, es que Jesucristo murió en la cruz por todos, no sólo por mí. Por ende, detener la verdad es robarle a mi prójimo su porción de la gracia, es tener en poco la muerte del Hijo de Dios, que no murió sólo por mí, sino por todos. Es mi obligación (la de todos nosotros) llevar esa Verdad a quienes nos rodean.

Los animo, y me exhorto a mí mismo, a no volver a detener la Verdad nunca más, porque tengo la certeza de que si "conocen la verdad, la verdad los hará libres", como dice Juan 8:32.

Señor, gracias por tu Palabra. Dejo este ministerio en tus manos, que sea para tu gloria y la extensión de tu reino. En el nombre de Jesús, amén.