"No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree". (Romanos 1:16)

septiembre 28, 2004

Después del milagro, ¿qué?

En mi iglesia nos regalaron una copia del evangelio según San Juan en la traducción en Lenguaje Actual, para que lo leamos de corrido y luego podamos regalárselo a alguien que no conozca a Cristo. Para ser sincero, voy por la mitad. No tuve tiempo de leerlo entero. Sin embargo, hay una cosa que me llamó la atención en uno de los milagros que Cristo realizó en Jerusalén que no había notado antes. No es que haya descubierto América, ni nada por el estilo, pero me pareció lo suficientemente bueno como para transmitírselo a ustedes. Es breve.

San Juan 5:2-11:
"En Jerusalén, cerca de la entrada llamada 'Portón de las Ovejas', había un estanque con cinco entradas que en hebreo se llamaba Betzatá -o Betsaida-. Allí se encontraban muchos enfermos acostados en el suelo: ciegos, cojos y paralíticos. (Algunas versiones incluyen el siguiente versículo:"De cuando en cuando un ángel del Señor bajaba al estanque y agitaba en agua. El primero que entraba en el estanque después de cada agitación del agua quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviera"). "Entre ellos había un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años. Cuando Jesús lo vio allí acostado, y se enteró de cuánto tenía de estar enfermo, le preguntó: '¿Quieres que Dios te sane?' El enfermo contestó: 'Señor, no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando el agua se remueve. Cada vez que trato de meterme, alguien lo hace primero'. Jesús le dijo: 'Levántate, alza tu camilla y camina'. En ese momento el hombre quedó sano, alzó su camilla y comenzó a caminar.
Esto sucedió un sábado, el día de descanso obligatorio para los judíos. Por eso, unos jefes de los judíos le dijeron al hombre que había sido sanado: 'Hoy es sábado, y está prohibido que andes cargando tu camilla. Pero él les contestó: 'El que me sanó me dijo: 'Levántate, alza tu camilla y camina''".


Jesús estaba volviendo a Jerusalén desde Galilea cuando se encuentra con la escena descripta en el pasaje citado. Apenas atraviesa una de las puertas de la ciudad, ve un estanque rodeado de personas enfermas esperando la posibilidad de un milagro. Sin embargo, se detiene sólo en una de ellas. ¿Por qué? Creo que es por lo siguiente: este hombre inválido había probado su fe más que ningún otro. Fíjense que Jesús se acercó a él sólo después de enterarse cuánto hacía que padecía su enfermedad. Luego de treinta y ocho años, esta persona seguía aguardando el milagro. Su "convicción en lo esperado y su certeza en aquello que no veía" (Hebreos 11:1), es decir, su fe, le impedía resignarse. Eso fue lo que Jesús vio que hizo que se acercara a él.

Una vez a su lado, le pregunta si quería que Dios lo sanase (es que debemos reconocerle a Dios que lo necesitamos para que obre en nuestras vidas). Me causa gracia la respuesta del hombre. Es como si le dijera a Jesús: "Señor, ¿me estás cargando?, estoy acostado acá hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo desde cuándo. Cada vez que el Cielo se abre y se presenta la posibilidad del milagro, alguien se me adelanta, porque no tengo quien me ayude. Sin embargo, todavía estoy acá. Entonces, ¿te parece que no voy a querer que me sanes?". Imagino que Jesús sonrió en ese momento, alegrándose por la valentía y fe de ese hombre que nada tenía. (De cualquier forma, notemos que el enfermo reconoció a Jesús como Señor, aunque todavía no sabía quién era).

Esta vez el Cielo se abrió para él. Jesús le dijo: "Ok, vas a ser sano", y comenzó a reírse. En ese momento el tan esperado milagro ocurrió. El hombre se paró -luego de treinta y ocho años de no hacerlo- y comenzó a caminar (cuando Dios hace un milagro lo hace completo, no necesita que hagamos esfuerzo nosotros, como rehabilitación de músculos que ya no pueden sostener un cuerpo o recordarle a unas piernas cómo es que se adelanta una antes que al otra para poder caminar).

Acá viene lo que llamó mi atención. En el mismo momento de sanarlo, Jesús le pidió algo: "alza tu camilla y camina". ¿Qué significa esto? "¡Predicá, no se te ocurra quedarte para vos el milagro, compartilo!".

Si el inválido se iba como si nada para su casa, sólo quienes lo conocían profundamente iban a enterarse de lo que había sucedido, pero al alzar su camilla y cargarla por toda la ciudad, todo el que lo viera iba a recordar que era el que hacía tanto tiempo estaba esperando el milagro al lado del estanque. Ésta era su oportunidad para decir "¡hay un hombre caminando por Jerusalén que cambió mi vida!".

En Apocalipsis 2:5 el Señor le dice a la iglesia de Éfeso -que había perdido la pasión que tenía para seguir a Cristo-: "¡Recuerda de dónde has caído! Arrepiéntete y vuelve a practicar las obras que hacías al principio". Esto mismo es lo que Jesús le dijo al enfermo: "Llevá la camilla para que no te olvides de lo que hice por vos".

Irremediablemente, con la decisión de obedecer al Señor aparecen los problemas. Los fanáticos religiosos -que nada entendían de la implicancia de creer en Dios, ya que sólo se limitaban a la observación y repetición de ritos, sin preocuparse por cuál era el significado detrás de la liturgia- van corriendo a decirle: "¿Qué pensás que estás haciendo? ¿No ves que no entendés nada? No es así como se hacen las cosas". Ellos se preocupaban más por las formas que por el fondo, el contenido.

Creo que me imagino la cara de estupefacción del hombre que había sido sanado. En su lugar, yo no podría entender la incredulidad y estupidez de esos hombres. Sin embargo, en su humildad, él les respondió: "La verdad que no comprendo qué es lo que me están preguntando. Hasta me parece ridículo. De cualquier forma, y por si lo quieren saber, estoy haciendo esto porque quien tuvo el poder y la misericordia suficientes para sanarme, me dijo que lo hiciera, y ¿cómo no iba a obedecerlo?'. El hombre había entendido.

Al final, el texto se hizo un poco más largo de lo que creí en un principio. Pasa que muchas veces nos olvidamos de dónde nos sacó el Señor y caminamos como si nada, olvidándonos de "cargar nuestra cruz y seguirlo", como dijo Jesús en Mateo 16:24.

Señor, gracias por tu Palabra. Mil veces me sorprendés con ella. Hablame, hablame. No permitas que "olvide de dónde caí". Sé que todos tenemos una camilla para cargar y decirle al mundo "es gracias a Jesús que ya no la necesito". Gracias, otra vez, por tu gracia. Amén.

septiembre 20, 2004

El aroma de Cristo

En el último tiempo me estuvo pasando algo bastante extraño, que en un principio no sabía cómo explicar, pero que hoy entiendo al menos un poco más.
En las pasadas semanas me ocurrió con frecuencia que personas que no conocen a Cristo y que prácticamente no tenían ningún tipo de amistad conmigo se me acercaran y abrieran su corazón, contándome cosas muy importantes para ellos. Una chica en particular, me decía: "me es re fácil hablar con vos". Descubrí que simplemente escuchando y compartiendo un poco las cosas que a mí me afectaron (o afectan), ellos confiaban en mí. Pero esto no me cerraba del todo, en el fondo sabía que debía haber algo más. Hasta que el Señor me mostró este pasaje:

"Por medio de nosotros, Dios esparce por todas partes la fragancia de su conocimiento. Porque para Dios nosotros somos el aroma de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden. Para estos somos olor de muerte que los lleva a la muerte; para aquellos, olor de vida que los lleva a la vida". (2º Corintios 2:14-16)

Me pareció muy loco lo que dice (¡porque el conocimiento sencillamente no puede olerse!). No lo entendí al principio. Comencé a darle vueltas en mi cabeza, a leerlo decenas de veces tratando de comprender. Finalmente, y con la ayuda de unos amigos (¡gracias Fede y Jesy!), logré tener una idea de lo que significa.

El espíritu de una persona (más allá de que esta sea consciente o no) siempre busca conectarse con el espíritu de Dios. Nosotros, como cristianos, nos damos cuenta de eso precisamente porque sentimos esa necesidad, esa sed de Dios. Quienes no conocen a Cristo intentan canalizar esa búsqueda en otras cosas, pero nunca realmente llenan el vacío que esa ausencia implica. Esto es lo que explica el pasaje de 2º Corintios.

La metáfora que Pablo utiliza es parecida a las usadas por Cristo en Mateo 5 ("la luz del mundo y la sal de la tierra"), sólo que es un poco más profunda. Este aroma a Cristo que llevamos quienes lo aceptamos como nuestro señor y salvador hace que las personas del mundo se acerquen y abran sus vidas a nosotros (o todo lo contrario), porque quizás somos lo más cercano a Dios que conocen, por tener al Espíritu Santo dentro nuestro.

Somos "olor de vida que lleva a vida", porque por medio de nosotros esas personas pueden acercarse y conocer a Cristo ("por medio de nosotros, Dios esparce la fragancia de su conocimiento"). Es importante, por esto, que cuidemos el efecto que causamos en las personas que nos rodean. Tomemos el ejemplo de Filemón: el versículo 7 de la carta que el apóstol Pablo le escribió dice (en la traducción en inglés) que él había "refrescado el corazón de los santos". Cuando alguien se acerca a nosotros, ¿se va refrescado?, ¿siente como que se sacó una mochila de encima? Para él, ¿es una especie de alivio o una carga? Teniendo la fuente de vida dentro nuestro no puede haber posibilidad de que no seamos de bendición para quienes nos rodean, porque de ser así deberíamos preocuparnos.

De la misma manera, somos "olor de muerte que lleva a muerte" para aquellos que rechazan la palabra -y por ende la gracia- de Dios. Esto es porque así como "el Espíritu Santo mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Romanos 8:16), también les recuerda al suyo que están perdidos, que no tienen vida. Esta es la razón de que algunas personas simplemente nos rechacen sin fundamentos ni razones.

¿A dónde voy con todo esto? A lo siguiente: al tomar plena conciencia de que llevamos a Dios mismo dentro nuestro, comenzamos a ver las cosas con otra perspectiva. Entendemos que "llevar el evangelio hasta lo último de la tierra" (Mateo 28:19-20 e Isaías 49:6) no se trata sólo de palabras, sino de vivir la Verdad cotidianamente, predicando con el ejemplo ("sed imitadores de mí, así como yo lo soy de Cristo", 1º Corintios 11:1). Porque de ser así, verdaderamente seríamos como un bálsamo para los demás, como un manantial al que se acerquen en medio del desierto de este mundo.

Entendí, finalmente, que estas personas no se acercaban y exponían a mí por quien soy yo por mí mismo, sino por Cristo dentro mío. Y me maravilló, me llenó de gozo.

Gracias, Señor, por tu infinita misericordia. Gracias por usarme de maneras que no logro entender y por rebajarte a explicármelas. Seguí usándome de la manera que Vos dispongas. Quiero ser un "refresco" para quienes se me acerquen, porque aunque no crean hoy en ti, quizás en el futuro otro pueda cosechar la semilla que Vos plantaste a través mío. Gloria a tu santo nombre. Amén.

septiembre 14, 2004

El consuelo que viene de Dios

La semana pasada fue bastante difícil para mí. Como les conté en el cuadro de diálogo (en la página, a la izquierda), la amiga de un amigo mío falleció el domingo pasado, el padre de otro el lunes y la abuela de otra el jueves. De más está decir que la situación fue horrible desde donde se mire, sobre todo porque ninguno de ellos cree en Cristo.

Sin embargo, el Señor me mostró este pasaje:

“Dios nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que con el mismo consuelo que de Él hemos recibido, también nosotros podamos consolar a los que sufren” (2º Corintios 1:4).

Al leerlo, me di cuenta de lo siguiente (si bien también influyó un mensaje que escuché del pastor estadounidense Darryl DelHousaye): Cuando una persona está triste, no necesita -ni quiere- que uno intente alegrarla. Cuando la angustia oprime en el pecho, cuando el aire se hace irrespirable, cuando la saliva sabe a arena, se tienen ganas de llorar, no de reír. Muchas veces -sin mala intención-, nos acercamos a quien sufre para decir palabras de aliento, como "ya va a pasar", "todo va a estar bien" o "quedate tranquilo"; cuando lo único que en verdad podemos -y deberíamos- hacer es estar presentes, sostener, acompañar. "Llorar con los que lloran", como dice Romanos 12:15.

Dios nos dice, en Salmos 50:15: "Invóquenme en el día de la angustia; Yo los libraré y ustedes me honrarán”. Sabemos que “aunque pasemos por grandes angustias, Él nos dará vida” (Salmo 138:7).

Precisamente, lo que Pablo dice a los corintios es que este consuelo, este "refugio en tiempos de angustia" (Salmo 59:16) que Dios es para nosotros, no es para que nos lo quedemos egoístamente. En realidad, es para que nosotros mismos podamos consolar a quienes sufren alrededor nuestro. Recordemos que somos "la luz del mundo y la sal de la tierra" (Mateo 5:13-14) para modificar nuestro entorno, y no para simplemente estar.

Tomemos el ejemplo de Filemón, a quien Pablo escribe: "Siempre doy gracias a mi Dios al recordarte en mis oraciones, porque tengo noticias de tu amor y tu fidelidad hacia el Señor Jesús y hacia todos los creyentes. Hermano, tu amor me ha alegrado y animado mucho porque has reconfortado el corazón de los santos" (Filemón 1:4-5,7). ¡Qué hermoso que esto pudiera ser dicho de nosotros!

Es bien corto lo que quería transmitir, pero me parece de vital importancia entender que todo lo que Dios en su gracia nos da, es para que lo compartamos. Y Dios siempre nos sorprende. Lo hizo conmigo la semana pasada: los ínfimos gestos que tuve hacia estos tres amigos (dos mails y una pequeña charla de ánimo) significaron más para ellos que cualquier otra cosa que hubiese podido hacer o decir, y no dejaron de agradecérmelo, como si hubiese hecho algo sumamente importante para ellos (cuando en verdad Cristo lo hizo, yo sólo los acompañé un poco y oré por ellos). Como un sabio una vez dijo: "predica todo el tiempo; si es imprescindible, también utiliza palabras".

Señor, gracias por estar siempre disponible para mí. Gracias por acompañarme en momentos de angustia, por confortar mi corazón cuando siento que desfallezco. Enseñame a compartir esta gracia con quienes me rodean. Me encantaría que pudiese decirse de mí lo que Pablo dijo de Filemón. Gracias por tu gracia. Amén.

septiembre 07, 2004

Excusas, excusas...

Éxodo nos relata cómo Dios sacó a los israelitas de Egipto y los llevó a la tierra prometida a Abraham, Isaac y Jacob.

El pueblo judío era esclavo en Egipto y estaba obligado a realizar trabajos forzosos. Dios contempla su dolor y decide librarlos de su opresión. Moisés es la persona escogida por el Señor para guiarlos. Dios se le aparece, a través de una zarza ardiente (Éxodo 3:2), y le dice:

"Ciertamente he visto la aflicción que sufre mi pueblo en Egipto. Los he escuchado quejarse de sus capataces, y conozco bien sus penurias. Así que he descendido para librarlos del poder de los egipcios y sacarlos de este país, para llevarlos a una tierra buena y espaciosa, tierra donde abundan la leche y la miel. Han llegado a mis oídos los gritos desesperados de los israelitas, y he visto también cómo los oprimen los egipcios. Así que disponte a partir. Voy a enviarte al faraón para que saques de Egipto a los israelitas" (Éxodo 3:7-10).

Hasta aquí lo que Dios dijo a Moisés. Notemos que en el mismo llamado se encuentra la promesa del cumplimiento de aquello para lo que lo estaba "reclutando". Dios nunca va a pedirnos algo sin la promesa de que eso se lleve a cabo, si permanecemos firmes en él. Dios no nos da un sueño, sino para que se cumpla. "Dios es el que en nosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad" (Filipenses 2:13).

Veamos la respuesta de Moisés:
"Pero Moisés le dijo a Dios: ¿Quién soy yo para presentarme ante el faraón y sacar de Egipto a los israelitas?" (Éxodo 3:11).

Primero que nada, Moisés duda de la veracidad de lo que Dios dijo. Él dice: "sí, sí, todo muy lindo, pero...". Nunca le creemos a Dios cuando nos dice que quiere que hagamos algo grande. Siempre tenemos "peros" que decirle. Es como si supiéramos cosas que Él desconoce y debiésemos decírselas: "Sí, Señor, está bien, pero pensá que..." ¡Qué estupidez!

Después de un tiempo, y de alguna manera, terminamos creyendo. Entonces, comienzan las excusas: "¿quién soy yo para...". Comenzamos a dudar de nosotros mismos. Nunca somos lo suficiente para que Dios nos use: o no somos lo suficientemente fuertes, o lo suficientemente inteligentes, o lo suficientemente espirituales (cuerpo, alma y espíritu). Sin embargo, "lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia" (1º Corintios 1:27-29).
La primera excusa somos nosotros mismos.

Entonces, Dios responde:
"Yo estaré contigo" (Éxodo 3:12).

A nuestra falta de confianza en nosotros mismos, Dios responde, "Yo estaré contigo"; y "si Dios está a favor nuestro, ¿quién puede estar en nuestra contra?", como dice Romanos 8:31. El Espíritu Santo está dentro nuestro (si recibimos a Cristo como nuestro señor y salvador), por ende, nosotros mismos nunca podemos ser una excusa para no creerle y obedecer a Dios.

"Pero Moisés insistió: Supongamos que me presento ante los israelitas y les digo: 'El Dios de sus antepasados me ha enviado a ustedes'. ¿Qué les respondo si me preguntan: '¿Y cómo se llama?" (Éxodo 3:13).

Aquí aparece la segunda excusa: cuando dudar de nosotros mismos no tiene sentido, porque Cristo mismo nos da valor por su sangre derramada en la cruz, entonces dudamos de Dios. La pregunta de Moisés es: "¿y Vos quién sos para decirme lo que tengo que hacer?". La autoridad de Dios es lo que se pone en tela de juicio aquí. Muchas veces le cuestionamos a Dios quién es para pedirnos algo.

En ese momento, Dios -con una altura increíble- responde:
"Yo Soy El Que Soy. Y esto es lo que tienes que decirles a los israelitas: 'Yo Soy me ha enviado a ustedes'" (Éxodo 3:14).

¿Entienden la respuesta de Dios? "Yo Soy El Que Soy", significa "¿qué te importa a vos quién soy?, ¿con qué derecho vos me cuestionás a Mí?, ¿por qué debería Yo rendirte cuentas de quién soy?". Cuando nos confundamos, Dios va a ponernos en nuestro lugar. Él nos creó a nosotros, y no nosotros a Él.

Sin embargo, creo que más por misericordia que otra cosa, Dios agrega:
"Diles esto a los israelitas: 'El Señor y Dios de sus antepasados, el Dios de Abraham, Isaac y de Jacob, me ha enviado a ustedes. Éste es mi nombre eterno; éste es mi nombre por todas las generaciones'" (Éxodo 3:15).

Y es que a veces Dios se compadece de nosotros y nos explica algunas cosas. Él nos conoce, y sabe que como humanos -siempre temerosos de lo que no entendemos- necesitamos ciertas seguridades, y en su inmensa bondad nos las da. Poner en duda la autoridad e identidad de Dios jamás puede ser una excusa.

Pero Moisés no podía callarse, todavía tenía más excusas:
"Moisés volvió a preguntar: ¿y qué hago si no me creen ni me hacen caso? ¿Qué hago si me dicen: 'El Señor no se te ha aparecido'?" (Éxodo 4:1).

La tercera excusa es poner en duda el poder de Dios, es pedirle pruebas. Siempre que Dios nos pide algo, queremos pruebas. Siempre necesitamos miles de confirmaciones para movernos de donde estamos. "No, Señor, -decimos- mostrame concretamente qué querés de mí". Y le reclamamos a Dios muestras de su amor.

Dios le da esas pruebas a Moisés:
"'¿Qué tienes en la mano?', preguntó el Señor. Y Moisés respondió: Una vara. 'Déjala caer al suelo', ordenó el Señor. Moisés la dejó caer al suelo, y la vara se convirtió en una serpiente. Moisés trató de huir de ella, pero el Señor le mandó que la agarrara por la cola. En cuanto Moisés agarró a la serpiente, ésta se convirtió en una vara en sus propias manos. 'Esto es para que crean que yo, el Dios de tus padres, Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, me he aparecido a ti. Y ahora -ordenó el Señor- ¡llévate la mano al pecho!. Y él se llevó la mano al pecho y, cuando la sacó, la tenía toda cubierta de lepra y blanca como la nieve. '¡Llévatela otra vez al pecho!', insistió el Señor. Moisés se llevó de nuevo la mano al pecho y, cuando la sacó, la tenía tan sana como el resto de su cuerpo. 'Si con la primera señal milagrosa no te creen ni te hacen caso -dijo el Señor-, tal vez te crean con la segunda. Y si aún no te creen después de estas dos señales, toma agua del Nilo y derrámala en el suelo. En cuanto el agua del río toque el suelo, se convertirá en sangre" (Éxodo 4:2-9).

Dios nos va a dar todas las explicaciones y pruebas que necesitemos, así que esas tampoco cuentan como excusas para hacer lo que Dios quiere de nosotros.

Todavía queda una excusa, y Moisés no va desperdiciarla:
"Señor, yo nunca me he distinguido por mi facilidad de palabra -objetó Moisés-. Y esto no es algo que haya comenzado ayer ni anteayer, ni hoy que te diriges a este servidor tuyo. Francamente, me cuesta mucho trabajo hablar" (Éxodo 4:10).

La cuarta excusa es poner en duda nuestras capacidades. Pensamos: "yo no sirvo para esto", o "yo no sé hacer tal o cual cosa". Pero Dios nos responde, "no importa lo que sepas, o no sepas hacer, sino que te baste mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad" (2º Corintios 12:9).

Y así le respondió el Señor a Moisés:
"¿Y quién le puso la boca al hombre? ¿Acaso no soy Yo quién lo hace mudo o sordo, quien le da la vista o se la quita? ¿No soy yo el Señor? Anda, ponte en marcha, que yo te ayudaré a hablar y te diré lo que debas decir" (Éxodo 4:11-12).

Dios se hace cargo de nuestras debilidades. Él va a hacer que seamos capaces de realizar aquello que nos mandó. No importa lo que sabemos o lo que no sabemos hacer, porque Él lo va a hacer por nosotros.
No sé si se dan cuenta, pero lo único que Dios le pide a Moisés es que vaya, porque de todo lo demás, Él se va a hacer cargo. Con nosotros es igual. Él sólo nos manda, para probar nuestra obediencia, pero el que luego hace todo es Él (y por su gracia, a través nuestro). Es por esto que nuestras incapacidades tampoco pueden ser excusas ante Dios.

Finalmente, Moisés hace aquello que nunca debiéramos hacer. Cuando se le acaban las excusas, simplemente se niega:
"Señor, te ruego que envíes a otra persona" (Éxodo 4:13).

Nuestra palabras nunca deben ser "que vaya otro", sino "envíame a mí", o "heme aquí, yo iré". Dios sólo quiere que nos hagamos cargo del llamado que nos hizo, porque el que se a ocupar de llevarlo a cabo es Él. Sólo tenemos que "ir", que aceptar, que movernos. Porque si nosotros no vamos, los que perdemos somos nosotros. La voluntad de Dios no va a dejar de cumplirse, sólo que va a ser otro el que Él va a utilizar, y por ende otro el que se lleve las bendiciones por hacerlo.

Como era de suponerse, la paciencia de Dios se terminó:
"Entonces el Señor ardió en ira contra Moisés y le dijo: '¿y qué hay de tu hermano Aarón, el levita? Yo sé que él es muy elocuente. Además, ya ha salido a tu encuentro, y cuanto te vea se le alegrará el corazón. Tú hablarás con él y le pondrás las palabras en la boca; Yo los ayudaré a hablar, a ti y a él, y les enseñaré lo que tienen que hacer. Él hablará por ti al pueblo, como si tú mismo le hablaras, y tú le hablarás a él por Mí, como si le hablara Yo mismo" (Éxodo 4:14-16).

Para el momento en que Moisés estaba diciendo que no, Dios ya tenía preparado a su hermano Aarón -quien "ya había salido a su encuentro"- para hacer aquello que él debía hacer. Esto es terrible: el plan de Dios se cumpliría igual, sólo que ahora el que recibiría la bendición (o buena parte de ella, al menos) sería Aarón -el hermano de Moisés- y no quien había recibido el llamado primeramente. Tanto el faraón como el pueblo reconocerían a Aarón como el enviado por Dios, y no a Moisés, quien ahora sólo sería un intermediario entre el Señor y Aarón. La mayoría de los milagros que se suponía que Moisés haría, los realizaría Aarón. Moisés había dejado pasar la bendición de Dios.

No permitamos que nos pase lo mismo. No le pongamos más excusas a Dios (aquí debo admitir que tengo una facilidad especial para hacerlo). Sigamos su llamado, sólo tenemos que "ir".

Señor, gracias por tu Palabra, que es fuente de sabiduría. Perdoname por todas las veces que puse excusas para hacer tu voluntad. Heme aquí, yo iré. Usame a mí. No quiero frenar tu bendición en mi vida. Enviame a mí. Amén.