"No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree". (Romanos 1:16)

marzo 26, 2008

Una luz en el mundo

"El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré?" (Salmo 27:1).

Alrededor del mundo se celebra por estas fechas la pascua, es decir, el aniversario de la crucifixión de un judío de poco más de treinta años, acusado de llamarse a sí mismo Hijo de Dios. Sólo una muerte más entre las miles de millones en la historia de la humanidad y, sin embargo, una capaz de trastocar la historia, cambiarla para siempre. Y no sólo para siempre mirando desde ese momento hacia atrás, sino también hacia adelante: la vida de cada hombre es hoy distinta dependiendo de cómo entienda esa muerte.

Los cristianos, es decir, aquellos que elegimos creerle a ese judío ser quien decía ser, reconocemos en ese acontecimiento el fundamento de nuestra identidad. Somos cristianos porque elegimos seguir a este Jesús que comenzamos a llamar Cristo, es decir, Salvador. Porque tomamos la determinación de vivir lo más parecido a lo que Él vivió que podamos, como una forma de gratitud por el sacrificio que ofreció en nuestro lugar como pago por las consecuencias de nuestra maldad y nuestras rebeliones. Porque nos dimos cuenta de que a partir de ese hecho, pasamos de no-ser a ser-en-Dios.

Y es éste el milagro que lo hizo posible:


"Dios, que ordenó que la luz resplandeciera en las tinieblas, hizo brillar su luz en nuestro corazón para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo". (2º Corintios 4:6)


El mismo Dios que separó la luz de las tinieblas es quien prendió una lamparita en medio de la oscuridad de nuestras vidas. Todo aquello que era confuso, borroso, sucio... toda esa sensación de sinsentido, vacío, despropósito... toda esa maraña de pensamientos inconexos, de búsquedas inconclusas, de propósitos inacabados... todo aquello que era desorden, confusión, intranquilidad... de pronto, fue iluminado por la luz de Cristo, y todo cambió.


Ése es el milagro de la pascua: Dios viniendo al mundo para traer luz. "En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba con Dios en el principio. Por medio de él todas las cosas fueron creadas; sin él, nada de lo creado llegó a existir. En él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad. Esta luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no han podido extinguirla. Vino un hombre llamado Juan. Dios lo envió como testigo para dar testimonio de la luz, a fin de que por medio de él todos creyeran. Juan no era la luz, sino que vino para dar testimonio de la luz. Esa luz verdadera, la que alumbra a todo ser humano, venía a este mundo. El que era la luz ya estaba en el mundo, y el mundo fue creado por medio de él" (Juan 1:1-10).

Es interesante ver que la oscuridad no es algo en sí mismo, sino solamente la ausencia de luz. Es decir, no hay algo que pueda ser llamado oscuridad, por tanto, no es que en el mundo había oscuridad, sino simplemente que no había luz. Cristo vino a cambiar eso. Y lo que es extraordinario, es que sigue haciendo eso mismo en la vida de cada hombre que decide seguirlo: cuando Cristo llega a tu vida, una luz (que te permite conocer a Dios, a los demás y a ti mismo más) se enciende.

Y, entonces, llega la consecuencia inevitable:
"Porque ustedes antes vivían en la oscuridad, pero ahora viven en la luz del Señor. Vivan como hijos de luz (el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad) y comprueben lo que agrada al Señor. No tengan nada que ver con las obras infructuosas de la oscuridad, sino más bien denúncienlas, porque da vergüenza aun mencionar lo que los desobedientes hacen en secreto. Pero todo lo que la luz pone al descubierto se hace visible, porque la luz es lo que hace que todo sea visible. Por eso se dice: 'Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo'". (Efesios 5:8-14)

Recuerda, dice el Señor: "Yo te pongo ahora como luz para las naciones, a fin de que lleves mi salvación hasta los confines de la tierra" (Isaías 49:6b).


Espero que seas realmente conciente de lo que "llevar la luz de Cristo hasta lo último de la tierra" significa. La verdad es que estoy cansado de ver cómo se la menosprecia, se la oculta, se la desestima:



Dios quiera sepamos llevar con dignidad su luz, como lo hicieron tantos que han dado hasta su vida.


Dios bendiga tu vida y la llene de luz.

Señor, gracias por tu Palabra. Gracias por haber traído la luz a este mundo y a mi vida. Enséñame a llevar esa luz hasta lo último de la tierra. En el nombre de Jesús, amén.

diciembre 27, 2007

El propósito del sacrificio

¿Por qué era necesario que Dios enviara a su hijo? ¿Por qué debía morir? ¿Por qué, siendo un Dios de amor, no podía hacerse de otra manera? ¿Qué clase de padre idea un plan que consiste en sacrificar a su hijo? Estas preguntas rondaron mi mente muchos años. De hecho, son uno de los misterios más profundos de la humanidad. ¿Por qué Dios simplemente no perdonaba el pecado?

Dice la Biblia que "la paga del pecado es la muerte" (Romanos 6:23). Pecado es todo aquello que a Dios no agrada, es decir, que se aparta de su esencia. Por ejemplo, Dios es verdad, por tanto, odia la mentira, que es su opuesto. La mentira, entonces, es pecado. Dios es el fundador de la vida, por ende, cualquier acción para destruirla constituye un pecado. Dios es amable y generoso, por lo que el egoísmo y los celos también son pecados. ¿Se entiende el concepto? No se trata de una lista de "debes y no debes", sino de hacer y ser aquello que refleja algún atributo (característica) de Dios y rechazar aquello que no lo hace.

Cuando esta ley se rompe, el pago, la sentencia, es la muerte. ¿Por qué? Porque Dios, el logos, aquel Verbo que según Juan capítulo uno creó todo lo que hay, también es el responsable de mantener todo "funcionando". La vida fluye de y es sostenida por Dios. El pecado es aquello que Dios no es. Al pecar, entonces, nos alejamos de Dios, es decir, de la fuente y sostén de la vida. Por tanto, morimos.

Ok, perfecto, pero, así y todo... ¿no era más sencillo simplemente perdonar el pecado del mundo, en vez de hacer que Cristo muriera por él? No. No podía hacerse así. ¿Por qué? Porque así como Dios es todo amor, también es todo justicia. Los atributos de Dios son infinitos. Así, Dios es amor infinito, ergo, ama infinitamente. Lo único que puede limitar un atributo de Dios es Él mismo, a través de otro de sus atributos. Entonces, lo único que puede "limitar" el amor de Dios es su justicia. La Biblia, Palabra de Dios, establece que la paga del pecado es la muerte. No cumplir esta sentencia haría a Dios mentiroso e injusto. La justicia de Dios debe prevalecer. Me lo imagino, al principio de los tiempos, pensando qué hacer entonces con el pecado del mundo: la respuesta se halla en su amor. Ante la perspectiva de que el hombre, la cumbre de toda su creación, muriese sin remedio, su corazón se conmueve, no puede permitirlo. Entonces, determina que se haga justicia y el pecado se pague, pero, para salvar al hombre, es necesario que Él mismo lo pague. Por supuesto, la muerte de Cristo no es el plan B de Dios, una decisión de último momento... no, Cristo "fue crucificado desde antes de la fundación del mundo" (Apocalipsis 13:8): éste fue siempre el plan de Dios para salvar al hombre. De esta manera, Dios evidencia su amor y su justicia, y se mantiene fiel a sí mismo.

La Biblia entera relata la voluntad divina de relacionarse con el hombre. Desde la relación directa antes de la caída, pasando por los patriarcas, jueces, reyes, profetas, hasta el silencio del período intertestamentario. El hombre, salvo contadas excepciones, nunca respondió al llamado. Entonces, Dios decide ir a su encuentro: "el Verbo se hizo hombre y habitó entre los hombres" (Juan 1:14). Dios, al enviar a Cristo, iguala el nivel de los comunicantes. Cristo, "siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!" (Filipenses 2:6-8). Cristo se rebajó por nosotros. Se hizo igual a nosotros. Tanto, que al morir se convirtió en aquello que es lo opuesto a sí mismo: "se hizo pecado" (2° Corintios 5:21). "Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados" (Isaías 53:5). Así, Cristo pagó el precio de nuestra vida alejada de Dios y nos garantizó el acceso directo al Padre, al destruir la barrera que nos separaba, constituida por el pecado.

La navidad es, en esencia, Emmanuel. Es decir, "Dios con nosotros". Es Dios buscándonos, extendiendo su mano hacia nosotros. Salvando nuestras culpas, pagando nuestros pecados. Restaurando nuestra identidad: pasamos de no-ser, a ser-en-Dios (1° Pedro 2:10). Haciéndonos agradables a Dios, santos. Todo por su amor.

A cambio, lo único que Dios pide (que es fácil y casi imposible a la vez), es vivir en consecuencia. Es decir, santificar nuestra vida (vivir cada vez más parecido a la forma en que Cristo vivió). Santo significa "apartado para Dios". Dios te hace santo por gracia, pero tú te santificas al vivir para Dios cada día. No se trata de una oración determinada o una decisión efímera que se la lleva el viento. Se trata de una forma de vida que responda a la identidad que Cristo te regala.

Te dejo un video que muestra muy bien cómo Dios te ama y te busca:



¿Aceptas que Cristo te sustituya a la hora de morir por tus pecados? ¿Estás dispuesto/a a vivir en consecuencia? No puedes responder a una pregunta que sí y a la otra que no. O aceptas o rechazas ambas. Espero elijas bien y vivas coherentemente con tu elección. Dios te bendiga.

Señor, gracias por tu Palabra. Gracias por acercarte a mí. Gracias por pagar mis deudas. Perdóname por todas las veces que no vivo en consecuencia. Enséñame a parecerme cada vez más a ti. En el nombre de Jesús, amén.

julio 23, 2007

Ese hábito que te mantiene aplastado

Muchas veces me pregunté, como lo habrás hecho tú (si es que acaso te importa), por qué es que hay vicios y malos hábitos que cuestan tanto dejar. Pecados recurrentes por los que pedimos perdón una y otra vez, para sólo volver a cometerlos...

Llega un momento en el que ya no nos da la cara para volver a pedir perdón: "es que, otra vez... y tan sólo ayer prometí no volver a hacerlo...". Entonces, dejamos de orar y pedir perdón, sólo para estar peor, y seguir haciendo lo mismo, por tanto no orar, y así...

Es apóstol Pablo hace una diferencia entre la culpa y la conciencia de pecado: "la tristeza que proviene de Dios produce arrepentimiento que lleva a la salvación, de la cual no hay que arrepentirse, mientras que la tristeza del mundo produce la muerte" (2º Corintios 7:10). La tristeza que nos lleva lamentarnos y no arrepentirnos se llama culpa, que lleva a la muerte; mientras que la tristeza que nos infunde indignación y nos exige un cambio de actitud, se llama conciencia de pecado, que lleva a la salvación.

¿Significa esto que podemos pecar tranquilos, siempre que nos arrepintamos? "De ninguna manera". Arrepentimiento, del griego metanoia, significa literalmente "cambio de mente", es decir, comenzar a pensar distinto: algo que antes nos gustaba o pensábamos que era correcto, ahora ya no es así. De modo tal que "cambiemos nuestra manera de pensar para que así cambie nuestra manera de vivir y lleguemos a conocer la voluntad de Dios" (Romanos 12:2).

Ahora bien, ¿por qué muchas veces, pese a nuestro arrepentimiento, seguimos cayendo en lo mismo?. ¿Por qué pese a querer con todo nuestro ser no hacer más lo mismo, lo seguimos haciendo?. ¿Por qué es que "no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco"? (Romanos 7:15). ¿Por qué no puedo simplemente cambiar? Principalmente, ¿por qué es que Dios no quita de una vez y para siempre esa carga que llevamos hace tanto, que muchas veces creemos haber superado sólo para volver a caer una y otra vez?

Creo haber encontrado una razón en el libro de Jueces. En todo el capítulo uno se narra cómo los israelitas conquistan la tierra prometida: qué regiones toman sin problemas, cuáles les demandarían años, y cuáles no lo harían nunca.

Dios había prometido a Moisés, entre otras cosas, darle un lugar para que los israelitas habitasen (capitúlo 34 de Éxodo). A cambio, Dios le había pedido que no se mezclaran con los pueblos que allí vivían, porque terminarían haciéndolos caer en pecado. Luego de la muerte de Moisés, Josué toma su lugar y se encarga de la conquista de la tierra, pero algo pasa luego de su muerte:

"Cuando Josué despidió al pueblo, los israelitas se fueron a tomar posesión de la tierra, cada uno a su propio territorio. El pueblo sirvió al Señor mientras vivieron Josué y los ancianos que le sobrevivieron, los cuales habían visto todas las grandes obras que el Señor había hecho por Israel.
Sin embargo, cuando Josué hijo de Nun, siervo del Señor, murió a la edad de ciento diez años, y también murió toda aquella generación, surgió otra que no conocía al Señor ni sabía lo que él había hecho por Israel. Esos israelitas hicieron lo que ofende al Señor y adoraron a los ídolos de Baal. Abandonaron al Señor, Dios de sus padres, que los había sacado de Egipto, y siguieron a otros dioses —dioses de los pueblos que los rodeaban—, y los adoraron, provocando así la ira del Señor. Abandonaron al Señor, y adoraron a Baal y a las imágenes de Astarté. Entonces el Señor se enfureció contra los israelitas y los entregó en manos de invasores que los saquearon. Los vendió a sus enemigos que tenían a su alrededor, a los que ya no pudieron hacerles frente. Cada vez que los israelitas salían a combatir, la mano del Señor estaba en contra de ellos para su mal, tal como el Señor se lo había dicho y jurado. Así llegaron a verse muy angustiados"
(Jueces 2:6-15).

Así y todo, Dios no dejó desamparado a su pueblo:

"Entonces el Señor hizo surgir caudillos que los libraron del poder de esos invasores. Pero tampoco escucharon a esos caudillos, sino que se prostituyeron al entregarse a otros dioses y adorarlos. Muy pronto se apartaron del camino que habían seguido sus antepasados, el camino de la obediencia a los mandamientos del Señor. Cada vez que el Señor levantaba entre ellos un caudillo, estaba con él. Mientras ese caudillo vivía, los libraba del poder de sus enemigos, porque el Señor se compadecía de ellos al oírlos gemir por causa de quienes los oprimían y afligían. Pero cuando el caudillo moría, ellos volvían a corromperse aún más que sus antepasados, pues se iban tras otros dioses, a los que servían y adoraban. De este modo se negaban a abandonar sus malvadas costumbres y su obstinada conducta.
Por eso el Señor se enfureció contra Israel y dijo: “Puesto que esta nación ha violado el pacto que yo establecí con sus antepasados y no me ha obedecido, tampoco yo echaré de su presencia a ninguna de las naciones que Josué dejó al morir. Las usaré para poner a prueba a Israel y ver si guarda mi camino y anda por él, como lo hicieron sus antepasados”. Por eso el Señor dejó en paz a esas naciones; no las echó en seguida ni las entregó en manos de Josué"
(Jueces 2:16-23).

¿Qué tiene esta historia que ver con esos pecados de los que no logramos librarnos? Mucho: debido a la desobediencia del pueblo judío, Dios decidió dejar algunos de los pueblos que habitaban en la tierra prometida antes de que ellos llegaran. ¿Para qué? Para probarlos. A través de su relación con ellos, se evidenciaba su relación con Dios. Mientras más se dejaban influir por ellos (en vez de ser ellos quienes influyeran, llevando luz), más lejos de Dios se encontraban. Es decir, su relación con ellos era un espejo invertido de su relación con Dios.

¿Por qué no te detienes un momento para pensarlo así en tu vida? Piensa el grado de cercanía en tu relación con Dios, en comparación con el grado de contaminación que ese mal hábito te provoca. ¿Te das cuenta? Mientras más cerca estás de Dios, más lejos de ese hábito, al punto que ni piensas en él, y mientras más cerca estás de ese pecado, más lejos estás de Dios, al punto que ni siquiera le hablas o te acuerdas de Él. ¿Puedes identificar momentos en tu vida en que esto se haya dado así?

¿Lo entiendes ahora? Dios no lo "quita de en medio", para probarnos. Pero no para que Él sepa cuánto lo amamos (Él ya lo sabe), sino para que nosotros nos demos cuenta de cuánto nos importa.

¿Significa esto que nunca podremos vencer este pecado? Claro que no. De hecho, así como "sólo cuando Israel se hizo fuerte pudo someter a los cananeos a trabajos forzados", nosotros al crecer en nuestra relación con Dios también podremos terminar con ese mal hábito, aunque como los isrealitas "nunca podamos expulsarlo del todo" (Jueces 1:28). Es que si no, nos olvidaríamos de lo que Dios hizo por nosotros...

Lo que sí es cierto, es que siempre estaremos luchando con algún pecado. En cuanto venzamos a nuestro gigante, y empecemos a estar orgullosos de ello, algún otro aparecerá. La vida de David es un gran ejemplo de eso.

¿Cuál es, entonces, la actitud a tomar? Arrepentirse, rechazar la culpa y tratar de cambiar de actitud, pero confiando en la gracia de Cristo que cubre nuestras faltas, por más groseras nos parezcan. Y tener siempre presente que la relación con ese pecado que parece que nunca podremos vencer, no es más que un espejo invertido de nuestra relación real con Dios.

Señor, gracias por tu Palabra. Gracias por dejar una muestra tan evidente del estado de mi relación contigo. Perdóname por no estar mejor. Ayúdame a vencer a mis gigantes. Gracias porque en Cristo sé que tengo la victoria. En el nombre de Jesús, amén.