"No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree". (Romanos 1:16)

enero 18, 2005

Mi vida, una oportunidad única

Estaba manejando por la ruta provincial Nº6 de Córdoba, entre las ciudades de Justiniano Posse y Monte Buey. Eran las cuatro y media de la tarde del domingo 16 de enero de 2005. En el auto viajaban conmigo mi papá, en el asiento del acompañante, y mi mamá, en la parte de atrás del lado derecho. El aire cedía lugar al Volkswagen Polo que nos transportaba a 120 kilómetros por hora. Era una tarde calurosa.
Una mosca que de alguna manera quedó atrapada en el compartimiento empezó a volar cerca de mi cara, a zumbarme en el oído. Me distraje. En un instante y sin darme cuenta, las dos cubiertas derechas estaban rodando por la banquina (que no estaba terminada, por lo que tenía un desnivel de 15 centímetros, aproximadamente).
Reaccioné pegando un volantazo hacia la izquierda (ahora sé que no debería haber hecho esto hasta recuperar el control total del automóvil). El auto volvió a tener sus cuatro ruedas sobre el asfalto y se precipitó hacia la banquina opuesta. Antes de llegar, logré volver a traerlo hacia la derecha, pero las ruedas traseras colearon y perdí el control del vehículo.
Luego de dejar unos 29 metros de marcas de goma en el la ruta, el auto salió despedido hacia la banquina derecha. Un metro y medio más adelante había un desnivel de aproximadamente un metro. Al golpear contra el suelo, se partió el eje de la rueda delantera izquierda, se clavó la trasera del mismo lado y la inercia hizo que el auto siga en movimiento. Luego de dos vuelcos completos, se detuvo sobre el alambrado de un campo a cincuenta metros del lugar de donde había dejado el asfalto, quedando orientado hacia el sentido contrario de donde veníamos.
Todo pasó en menos de cinco segundos. Recuerdo pocas cosas: mirar un segundo hacia abajo, escuchar las ruedas caer a la banquina, tratar de controlar el auto sin poder hacerlo, pensar mil veces “no frenes, no frenes, no frenes”, agarrar el volante firme como si se me fuera la vida en eso, ver los cardos altos golpear contra el parabrisas, sentir el golpe contra el suelo y que el auto se eleva, un silencio sordo, el volver a golpear contra el piso, la chapa que sede rápida, calladamente, los vidrios que estallan pero con un sonido sin brillo, como si lo hicieran bajo el agua, la tierra, el cielo, la tierra, el cielo y sólo quietud.
-¿Qué hiciste? ¡Te dije!- exclamó mi papá. Se volteó, miró a mi mamá y le preguntó en el tono más desesperado que le escuché jamás: -Amor, ¿cómo estás, amor? Fue la demostración de amor entre ellos más grande que presencié.
Abrí mi puerta golpeándola con el hombro y salí. Llegaron corriendo mi cuñado y mi hermana que viajaban en otro auto delante de nosotros. Estaban muy asustados. Di la vuelta al coche y fui a ver a mi mamá. Mi papá también logró salir: tenía un enorme chichón en la frente (el parante que dividía las dos puertas del auto había cedido al impacto y lo había golpeado). Mi mamá estaba dormida cuanto todo esto pasó, por lo que estaba realmente aturdida. Mi cuñado logró abrir su puerta y sacarla. Se había fisurado una costilla con el cinturón de seguridad (los tres lo teníamos puestos porque yo se los había pedido) y tenía varios moretones y dos cortes: uno en la muñeca y otro en la pierna. Se detuvieron tres camioneros que venían detrás nuestro, ayudaron a mi cuñado a cerrar el conducto de GNC del auto y llamaron a la policía y los bomberos, que llegaron en cinco minutos.
El auto quedó totalmente destruido.

Fue increíble. Ir manejando, parpadear y encontrarte en una montaña rusa.
Nadie que vio los restos del vehículo podía creer que estuviéramos bien (yo resulté ileso).

Dios decidió salvar mi vida otra vez. No existe otra explicación.
Hace dos días que estoy preguntándome por qué o para qué. Sé que Él tiene un plan específico para mi vida que debe cumplirse. Sé que debo desempeñar un papel único en esta vida, y que nadie más puede hacerlo.

Si hubiera muerto, habrían tantas cosas que quedarían pendientes para mí: nunca me casaría ni haría el amor con la mujer que amo, nunca tendría hijos ni los vería crecer, nunca escribiría los libros que me encantaría escribir ni leería todos los que tengo por leer, me perdería de pasar un buen tiempo con mi familia y mis amigos. Por sobre todo, me perdería la oportunidad de compartir de Cristo con personas que Él amó tanto como a mí.

En su misericordia, me mostró lo efímera que es mi vida. Lo importante que es hacer algo significativo con ella, y no sólo verla pasar.

Todavía no comprendo la profundidad de la lección que Dios quiso darme. Me siento confundido, aturdido, hasta un poco shoqueado. Sin embargo, entiendo que “los pensamientos de Dios no son mis pensamientos, ni sus caminos mis caminos. Así como el cielo es más alto que la tierra, sus caminos son más altos que mis caminos, y sus pensamientos más que mis pensamientos”, como dice Isaías 55:8-9.


Dios mío, gracias. Me guardaste a mí y a mi familia. Gracias. No quiero salir de esto sin aprender nada. Sé que tenés un propósito por el cual salvaste mi vida. Quiero estar a la altura de ese llamado. Anhelo poder atravesar esta vida con la dignidad que tu sacrificio en la cruz y el milagro que hiciste en mi vida merecen. “Here I am to worship you”. Amén.