"No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree". (Romanos 1:16)

octubre 20, 2005

Llamado a santidad (parte II)

La semana pasada te hablé acerca de que Dios te llama a ser santo y a santificar tu vida:

"Pablo, llamado por la voluntad de Dios a ser apóstol de Cristo Jesús, y nuestro hermano Sóstenes, a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los que han sido santificados en Cristo Jesús y llamados a ser su santo pueblo, junto con todos los que en todas partes invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y de nosotros: Que Dios nuestro Padre y el Señor Jesucristo les concedan gracia y paz". (1º Corintios 1:1-3)

"Por eso, dispónganse para actuar con inteligencia; tengan dominio propio; pongan su esperanza completamente en la gracia que se les dará cuando se revele Jesucristo. Como hijos obedientes, no se amolden a los malos deseos que tenían antes, cuando vivían en la ignorancia. Más bien, sean ustedes santos en todo lo que hagan, como también es santo quien los llamó; pues está escrito: 'Sean santos, porque yo soy santo'". (1º Pedro 1:13-16)

Hoy quiero mostrarte algunos aspectos prácticos de este llamado:

"Acérquense a Dios, y Él se acercará a ustedes. ¡Pecadores, límpiense las manos! ¡Ustedes los inconstantes, purifiquen su corazón! Reconozcan sus miserias, lloren y laméntense. Que su risa se convierta en llanto, y su alegría en tristeza. Humíllense delante del Señor, y Él los exaltará" (Santiago 4:8-10).

Si buscas a Dios, Él se dejará ver. Si con todo tu corazón, con toda tu voluntad y con todas tus fuerzas buscas a Dios, tarde o temprano lo encontrarás. Él no juega a las escondidas contigo. Le importas y quiere tener una relación personal contigo. Quizás me digas que ya en el pasado intentaste conocerlo más, pero nada sucedió. La clave, como claramente se ve en este pasaje, es acercarte a Dios con humildad. No eres tú el que está capacitado para llegar a Dios por sí mismo, sino que es Dios quien mandó a Cristo para que sólo a través de Él puedas hacerlo, es Dios quien se acerca a ti. Ya sea que lo sepas o no, tú necesitas a Dios: toda la angustia, el vacío, el sinsentido que sientes en tu vida se debe a la ausencia de Dios. Quizás no una ausencia absoluta, pero sí una semipresencia, en donde reservas en tus prioridades un lugarcito para Él y con todo el resto haces lo que quieres.

Veamos del primer llamado: a ser santo en Cristo. "¡Pecadores, límpiense las manos!". Los pecadores son aquellos que aún no han sido lavados por la sangre de Cristo. El pecado aquí es un estado y no una circunstancia. Es decir, no son los pecados ocasionales que todos cometemos incluso luego de reconocer a Cristo como Señor, sino el estado en que se encuentra nuestra vida antes de ser llamada santa por Dios a través de Cristo. El "proceso", por así decirlo, mediante el cual "limpiamos nuestras manos" (nuestra vida), es mediante el reconocimiento de Dios como Dios, de la necesidad humana de Dios para acercarse a Dios. Es mediante el renunciamiento a seguir viviendo sujetos al pecado, como antes lo hacíamos, y mediante la determinación de vivir de ahora en más sujetos a la voluntad de Dios.
Cuando conocemos la verdad que nos da libertad, adquirimos una nueva perspectiva del mundo y, sobre todo, de nuestra vida. Es entonces cuando miramos hacia dentro de nosotros mismos y descubrimos quiénes somos, qué fue lo que hicimos con nuestro tiempo. La consecuencia obvia: "Reconocemos nuestras miserias, [e indefectiblemente] lloramos y nos lamentamos. Nuestra risa se convierte en llanto, y nuestra alegría en tristeza". Entonces, ocurre el milagro: al "humillarnos delante del Señor, Él nos exalta". Y nos dice: "Ustedes antes ni siquiera eran pueblo, pero ahora son pueblo de Dios; antes no habían recibido misericordia, pero ahora ya la han recibido" (1º Pedro 2:10). ¡Gloria Dios, porque entonces somos llamados santos!

Veamos el segundo llamado: a santificar nuestra vida. "¡Ustedes los inconstantes, purifiquen su corazón!". Si Dios ocupa el lugar de Dios en nuestra vida, ya somos santos, por su gracia somos llamados así. Ahora bien, es nuestra responsabilidad hacer que nuestra vida sea coherente a este nuevo estado al que Dios nos llevó. Dejamos de ser pecadores y pasamos a ser santos por su gracia, entonces "seamos santos en todo lo que hagamos, como también es santo quien nos llamó; pues está escrito: 'Sean santos, porque yo soy santo'". Este "proceso" de santificación puede ilustrarse así: "para nosotros, el motivo de satisfacción es el testimonio de nuestra conciencia: Nos hemos comportado en el mundo, y especialmente entre ustedes, con la santidad y sinceridad que vienen de Dios. Nuestra conducta no se ha ajustado a la sabiduría humana sino a la gracia de Dios" (2º Corintios 1:12). Nuestra vida no puede ir y venir entre el compromiso con Dios y la vida pasada, "pues ya basta con el tiempo pasado que hemos desperdiciado haciendo lo que agrada a los incrédulos" (1º Pedro 4:3). Es hora de tomar en serio la determinación de seguir a Cristo, dejar la inconstancia de lado y "vivir de una manera digna del llamamiento que hemos recibido" (Efesios 4:1).

El apóstol Juan expresó estos dos "procesos" así:

"¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios! ¡Y lo somos! Todo el que tiene esta esperanza en Cristo, se purifica a sí mismo, así como Él es puro" (1º Juan 3:1,3).

Señor, gracias por tu Palabra. Ayúdame a dejar la inconstancia de lado y a buscarte sólo a ti, sin mirar atrás. No quiero seguir viviendo como antes de conocerte, ayúdame a hacer eso posible. En el nombre de Jesús, amén.

octubre 13, 2005

Llamado a santidad (parte I)

(Primero que nada, te pido disculpas porque la semana pasada no puede escribir, estuve enfermo y se hizo imposible hacerlo.)

Como seguidor de Cristo, estás llamado primera y básicamente a dos cosas, que el apóstol Pedro resumió muy bien:

"A proclamar las obras maravillosas de aquel te llamó de las tinieblas [del pecado] a su luz admirable". (1º Pedro 2:9)

"A mantener entre los incrédulos una conducta tan ejemplar que, aunque te acusen de hacer el mal, ellos observen tus buenas obras y glorifiquen a Dios en el día de la salvación". (1º Pedro 2:12)

Desde el momento en que decidiste poner a Dios en el lugar de Dios en tu vida, fuiste llamado a cumplir estas dos tareas. No existe absolutamente nada que te excuse de hacerlo. No importan tus defectos, tus capacidades, tu conocimiento o la falta del mismo. Tampoco importa tu experiencia o tu vida pasada. Como cristiano, es tu obligación "vivir de una manera digna del llamamiento que has recibido" (Efesios 4:1). ¿Cómo lo haces? Cumpliendo esas dos tareas.

Ahora bien, si nos detuviéramos a analizar ambos llamados, caeríamos en la cuenta de que cada uno de ellos corresponde a un tipo de santidad a la que Dios nos exhorta. La razón de esto podríamos encontrarla en la definición misma de la palabra "santo", del griego hagios: "apartado para Dios". Alguien apartado para Dios es aquel que fue llamado a consagrarse a Dios, a vivir para Dios. Quizás esto te suene demasiado fuerte, como que te gustó la idea de que Cristo murió por ti, te limpió de pecado y te regaló la vida eterna. Sin embargo, la realidad es que esa es su parte del pacto, pero falta la tuya. El precio por tu pecado era tu propia muerte, y por razones obvias no podías pagarlo. Cristo paga tu deuda, y por cuanto la paga, te compra, pasa a ser tu dueño. La realidad es que en el instante que Dios llenó tu vida te convertiste en su esclavo: "has sido crucificado con Cristo, y ya no vives tú sino que Cristo vive en ti" (Gálatas 2:20). Sin embargo, esto no es una mala noticia: antes vivías esclavo del pecado y no tenías forma de cambiarlo, pero al conocer esta verdad, Cristo te dio la libertad de optar a qué amo servir, si a Él o al pecado. La diferencia: el amo pecado busca tu destrucción y el amo Cristo tu glorificación. Esto es tan así, que por el amor de Dios pasas de esclavo a colaborador y hasta hermano de Cristo (y coheredero). Ahora bien, si pudiste seguirme, entenderás que si al ejercer la libertad que Cristo te dio optaste por seguirlo, hoy eres de su propiedad. Él es quien te santificó, es decir, te apartó para Él. ¿Para qué te apartó? Para que anuncies hasta lo último de la tierra lo que Él hizo en tu vida, cómo te sacó de la oscuridad del pecado y te llevó hasta su incomparable luz; y para que vivas entre quienes no creen en Él de una manera tan ejemplar que aunque te critiquen terminen glorificándolo por lo que ven que Él hace en tu vida.

Me fui bastante de tema, pero creo que debía hacer esa aclaración, ya que no siempre se entiende lo que significa "aceptar a Jesús en el corazón", una expresión que en realidad no dice nada en sí misma, jamás aparece en la Biblia y, como si fuera poco, nadie que no haya asistido a una iglesia entiende lo que representa (aunque haberlo hecho tampoco garantiza nada). En otra ocasión profundizaré un poco más el tema.

Estaba hablándote de los dos tipos de santidad (ya sé que te suena raro, ya paso a explicarlo) y los llamados que se derivan de cada uno de ellos.

Veamos el primero:

"Pablo, llamado por la voluntad de Dios a ser apóstol de Cristo Jesús, y nuestro hermano Sóstenes, a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los que han sido santificados en Cristo Jesús y llamados a ser su santo pueblo, junto con todos los que en todas partes invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y de nosotros: Que Dios nuestro Padre y el Señor Jesucristo les concedan gracia y paz". (1º Corintios 1:1-3)

Todos somos llamados a esta santidad, pero ninguno puede alcanzarla por sí mismo, porque se adquiere por gracia. Por lo tanto no hay nada que pueda hacerse para ser más o menos santo. Tu vida de rectitud no te hace más santo (en este sentido) ante Dios, del mismo modo que tus pecados tampoco te hacen menos santo. Esto es así porque eres santo a través de Cristo, por gracia, no porque lo merezcas: "Dios nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestras propias obras, sino por su propia determinación y gracia. Nos concedió este favor en Cristo Jesús antes del comienzo del tiempo" (2º Timoteo 1:9); "pero cuando se manifestaron la bondad y el amor de Dios nuestro Salvador, Él nos salvó, no por nuestras propias obras de justicia sino por su misericordia. Nos salvó mediante el lavamiento de la regeneración y de la renovación por el Espíritu Santo, el cual fue derramado abundantemente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador. Así lo hizo para que, justificados por su gracia, llegáramos a ser herederos que abrigan la esperanza de recibir la vida eterna" (Tito 3:4-7).Por ende, no pasa por lo que hagas. Esta santidad es un estado, no un proceso. La decisión de creerle a Dios y dejarlo ser el rey en tu vida te hace santo para siempre, "porque las dádivas de Dios son irrevocables, como lo es también su llamamiento" (Romanos 11:29).

Esta "acción", el pasaje de ser pecador a ser santo, es un instante. Comienza y termina en el acto de reconocer a Dios como Dios y tomar la decisión de vivir para Él: "En otro tiempo ustedes, por su actitud y sus malas acciones, estaban alejados de Dios y eran sus enemigos. Pero ahora Dios, a fin de presentarlos santos, intachables e irreprochables delante de él, los ha reconciliado en el cuerpo mortal de Cristo mediante su muerte, con tal de que se mantengan firmes en la fe, bien cimentados y estables, sin abandonar la esperanza que ofrece el evangelio" (Colosenses 1:21-23).

"¿No saben que los malvados no heredarán el reino de Dios? ¡No se dejen engañar! Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los sodomitas, ni los pervertidos sexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los calumniadores, ni los estafadores heredarán el reino de Dios. Y eso eran algunos de ustedes. Pero ya han sido lavados, ya han sido santificados, ya han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (1º Corintios 6:9-11). Si ya tomaste esa decisión, "ya has sido lavado, ya has sido santificado". Este hecho te iguala con cualquier otro seguidor de Cristo a lo largo del mundo y la historia, desde el apóstol Pablo hasta la madre Teresa de Calcuta, pasando por Martin Luther King, Martín Lutero y Agustín de Hipona. Jesucristo te santifica sin importar quién eres o qué has hecho, ya sea para bien o para mal. En Él todos somos iguales, "los santos en Cristo Jesús" (Filipenses 4:21).

Al comienzo te dije que ser santo significa ser separado/apartado para Dios. ¿Apartado para qué?, te preguntarás. En este caso, el estado de santidad, la santidad adquirida, te exhorta a esto: "ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable" (1º Pedro 2:9). Eres santo en Cristo Jesús para proclamar el nombre de Dios hasta lo último de la tierra.

Veamos el segundo:

"Por eso, dispónganse para actuar con inteligencia; tengan dominio propio; pongan su esperanza completamente en la gracia que se les dará cuando se revele Jesucristo. Como hijos obedientes, no se amolden a los malos deseos que tenían antes, cuando vivían en la ignorancia. Más bien, sean ustedes santos en todo lo que hagan, como también es santo quien los llamó; pues está escrito: 'Sean santos, porque yo soy santo'". (1º Pedro 1:13-16)

A esta segundad santidad estamos llamados todos los seguidores de Cristo. Esta santidad no se adquiere, sino que se construye. Esta santidad -que pasaremos a llamarla santificación sólo para diferenciar más claramente este concepto del anterior (en la Biblia no existe esta distinción)- sí depende de lo que hagas o dejes de hacer. Cristo te hace santo desde el momento en que decides someterte a Él. Sin embargo, también te llama a "limpiarte de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios" (2º Corintios 7:1). No es que puedas mejorar en tu vida la obra de Cristo en la cruz, porque de hecho no puedes, sino que debes hacer que tu forma de vida sea coherente con santidad que Cristo te regala. Es en este sentido en el que perfeccionas el estado de santidad: al santificar tu vida.

Ahora bien, ¿cómo haces esto, cómo santificas tu vida? "Con respecto a la vida que antes llevaban, se les enseñó que debían quitarse el ropaje de la vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos; ser renovados en la actitud de su mente; y ponerse el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad" (Efesios 4:22-24). Todo eso significa que "como un hijo obediente, no te conformes a los malos deseos que tenías antes, cuando vivías en la ignorancia" (1º Pedro 1:14), sino que cambies tu manera de pensar y comiences a hacer las cosas que le agradan a Dios.

Por supuesto, esta santificación de tu manera de vivir es un proceso que te lleva toda la vida. Nunca dejarás de cometer errores mientras vivas, nunca dejarás de pecar, sino que deberás confiar en la gracia de Dios que cubre tu pecado y no hacer caso a la culpa que busca destruirte. Esta santificación pasa más por levantarse cuando te caes que por no caer jamás, sencillamente porque es lo único que puedes hacer. Ahora bien, ¿esto implica que entonces no debes preocuparte por tus transgresiones? De ninguna manera, sino que se trata de hacer de la mano de Cristo lo mejor que puedes: "para nosotros, el motivo de satisfacción es el testimonio de nuestra conciencia: Nos hemos comportado en el mundo, y especialmente entre ustedes, con la santidad y sinceridad que vienen de Dios. Nuestra conducta no se ha ajustado a la sabiduría humana sino a la gracia de Dios" (2º Corintios 1:12). Se trata de tener una buena conciencia delante de Dios (1º Pedro 3:21): "dichoso aquel a quien su conciencia no lo acusa por lo que hace" (Romanos 14:22).

Dado que esta santificación se construye, se trata de una vida de lucha continua contra el pecado, hasta llegar a la meta, que es la plenitud de la estatura de Cristo (ver los dos escritos anteriores): "no es que ya lo haya conseguido todo, o que ya sea perfecto. Sin embargo, sigo adelante esperando alcanzar aquello para lo cual Cristo Jesús me alcanzó a mí" (Filipenses 3:12).

Resumiendo: "Por tanto, imiten a Dios, como hijos muy amados, y lleven una vida de amor, así como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como ofrenda y sacrificio fragante para Dios" (Efesios 5:1-2).

Ahora bien, esta santificación construida también es para algo. En este caso, eres apartado para Dios para "mantener entre los incrédulos una conducta tan ejemplar que, aunque te acusen de hacer el mal, ellos observen tus buenas obras y glorifiquen a Dios en el día de la salvación" (1º Pedro 2:12).

Estás llamado por Dios a santidad y a santificación, para que proclames su nombre por todo el mundo y para que vivas de tal manera que se vea a Cristo reflejado en ti. Estás llamado a adquirir tu santidad y a construir tu santificación. "Tú antes no eras nadie, pero ahora eres parte del pueblo de Dios; antes no habías recibido misericordia, pero ahora ya la has recibido" (1º Pedro 2:10), vive entonces, como te dije al principio, "de una manera digna del llamamiento que has recibido" (Efesios 4:1).

Señor, gracias por tu Palabra. Gracias por hacerme santo. Ayúdame a santificar mi vida, confío en tu gracia para hacerlo. Ayúdame también a cumplir los propósitos por los cuales me apartaste para ti. En el nombre de Jesús, amén.

septiembre 27, 2005

Una humanidad perfecta (parte II)

La semana pasada te hablé de la necesidad de un cambio en tu vida luego de conocer la verdad, de decidir ser un discípulo de Cristo. "Vivir de una manera digna del llamamiento que has recibido" (Efesios 4:1), lo llamaría el apóstol Pablo.

"Con respecto a la vida que antes llevaban, se les enseñó que debían quitarse el ropaje de la vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos; ser renovados en la actitud de su mente; y ponerse el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad" (Efesios 4:22-24). "Porque ustedes antes eran oscuridad, pero ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de luz (el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad) y comprueben lo que agrada al Señor" (Efesios 5:8-10). "Así que tengan cuidado de su manera de vivir. No vivan como necios, sino como sabios, aprovechando al máximo cada momento oportuno, porque los días son malos. Por tanto, no sean insensatos, sino entiendan cuál es la voluntad del Señor. No se emborrachen con vino, que lleva al desenfreno. Al contrario, sean llenos del Espíritu" (Efesios 5:15-18).

La semana pasada vimos algunos aspectos prácticos de este cambio de vida, basándonos en la carta de Pablo a los efesios. Hoy continuaremos con ese estudio.

"Eviten toda conversación obscena. Por el contrario, que sus palabras contribuyan a la necesaria edificación y sean de bendición para quienes escuchan" (Efesios 4:29).

En tu boca tienes la herramienta idónea para construir una comunidad de fe (iglesia) sana, fuerte y segura de sí misma en Cristo. A su vez, también puedes crear una que sea enferma, débil y temerosa. ¿Cómo es esto? "Con la lengua bendecimos a nuestro Señor y Padre, y con ella maldecimos a las personas, creadas a imagen de Dios. De una misma boca salen bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así" (Santiago 3:9-10). Tus palabras tienen el poder, en Cristo, de sanar enfermedades, expulsar demonios y levantar muertos, pero también tienen la potestad de destruir vidas. Puedes alentar a quienes te rodean o sólo criticarlos. Puedes hablar bien de los demás o defenestrarlos. Puedes brindar apoyo y confianza a alguien inseguro o puedes terminar de destruir su autoestima. Puedes hablar acerca de temas que sólo alimenten los deseos de pecar en quienes te escuchan, o de satisfacer la sed del conocimiento de Dios. Puedes conversar acerca del pecado, o de cómo seguir a Cristo. Tus palabras pueden hacer ambas cosas, sólo que como discípulo de Cristo estás llamado a restaurar, restituir, construir, edificar. Aprende a bendecir con tus labios, o deja de hablar. Es preferible que te quedes callado a que destruyas. Piensa en lo que dirás antes de decirlo, piensa en quién te escucha antes de hablar, en cómo le afectará lo que digas (personalmente, esto me cuesta muchísimo). Sé responsable de tus palabras: "eres para siempre esclavo de lo que dices y amo de los que callas".

"No agravien/entristezcan al Espíritu Santo de Dios, con el cual fueron sellados para el día de la redención" (Efesios 4:30).

El Espíritu Santo es Dios mismo dentro tuyo, por obra de Jesús, el hijo de Dios. Según Él, el Espíritu Santo nos "guiará a la verdad" (Juan 16:13) y nos "consolará" (Juan 15:26) -no pretendo hacer un estudio acerca del Espíritu Santo hoy, será en otra oportunidad-. Él es la "garantía del cumplimiento de las promesas de Dios" (1º Corintios 5:5-7, 2º Corintios 1:21-22, Efesios 1:13-14), por ende, no seamos tontos, "no apaguemos al Espíritu" (1º Tesalonicenses 5:19). Cada vez que pecamos voluntariamente y no nos arrepentimos, dañamos nuestra comunión (relación de familiaridad) con Dios: eso es lo que entristece al Espíritu Santo, que nos alejemos de Dios. No hay una actitud más estúpida que pudiéramos tener, y sin embargo la tenemos a diario. Tratemos de vivir conscientemente lo más cerca de Dios que podamos y confiemos en su gracia para suplir nuestras faltas, sabiendo que el Espíritu de Dios se regocija de la voluntad de agradar a Dios (más allá de los fracasos ocasionales).

"Abandonen toda amargura, ira y enojo, gritos y calumnias, y toda forma de malicia. Más bien, sean bondadosos y compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo" (Efesios 4:31-32).

La medida para establecer la actitud frente a los demás es clara: hacer como Cristo hizo con nosotros. Amar como Él nos amó, perdonar como Él nos perdonó. Si tuviéramos esto en mente constantemente, muchas veces en vez de enojarnos con alguien, nos entristeceríamos por su actitud. Cristo no veía las acciones de los hombres sino sus fundamentos, sus intenciones. Muchas veces nos enojamos cuando alguien no hace las cosas como nosotros queremos, o porque nos hizo algo que no nos gustó o nos lastimó. Si pudiéramos desarrollar tan sólo un poco la capacidad que Dios nos dio para mirar como Cristo mira, podríamos tener hacia los demás una actitud como la que Él tuvo al ver a Jerusalén (Mateo 23:37-39): en vez de enojarse por su incredulidad, se entristeció por su pecado. La amargura, la ira y el enojo, los gritos y los insultos, sólo destruyen. La bondad, la compasión y el perdón mutuo son las cualidades que construyen una comunidad plena. Debemos aprender a anteponer el amor de Cristo a nuestras necesidades egoístas.

"Por tanto, imiten a Dios, como hijos muy amados, y lleven una vida de amor, así como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como ofrenda y sacrificio fragante para Dios" (Efesios 5:1-2).

No queda mucho para aclarar aquí. ¿Cuál es la forma de "llegar a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a una humanidad perfecta que se conforme a la plena estatura de Cristo" (Efesios 4:13)? Imitando a Dios, que nos amó tanto, como para mandar a su Hijo a morir y pagar por nuestras faltas. El hombre perfecto es aquel que es igual a Cristo. A eso es a lo que un discípulo suyo debe aspirar, para eso debe vivir. En eso, se nos va la vida. Sin embargo, no debemos desanimarnos cuando fracasamos, sino sólo levantarnos y seguir adelante, como dijo Pablo: "No es que ya lo haya conseguido todo, o que ya sea perfecto. Sin embargo, sigo adelante esperando alcanzar aquello para lo cual Cristo Jesús me alcanzó a mí. Hermanos, no pienso que yo mismo lo haya logrado ya. Más bien, una cosa hago: olvidando lo que queda atrás y esforzándome por alcanzar lo que está delante, sigo avanzando hacia la meta para ganar el premio que Dios ofrece mediante su llamamiento celestial en Cristo Jesús" (Filipenses 3:12-14). No pienses en tus fracasos pasados, no permitas que te condicionen, sino déjalos atrás y extiéndete hacia adelante, esforzándote por alcanzar aquello para lo que fuiste llamado. Dios estará contigo.

Señor, gracias por tu Palabra. Ayúdame a vivir esto que escribo, porque sólo no puedo. Ayúdame a crecer en el conocimiento de Cristo. A quienes lean esto, "te pido que les des el Espíritu de sabiduría y de revelación, para que te conozcan mejor. Pido también que les sean iluminados los ojos del corazón para que sepan a qué esperanza los has llamado, cuál es la riqueza de tu gloriosa herencia entre los santos, y cuán incomparable es la grandeza de tu poder a favor de los que creemos" (Efesios 1:17-19). En el nombre de Jesús, amén.