Yo nací en una familia cristiana. Por lo tanto, confesé a Cristo como mi Señor y salvador desde que tengo memoria. No puedo establecer un momento exacto de mi conversión. No creo que importe mucho tampoco. Tengo la certeza de ser salvo por la sangre de Jesucristo derramada en la cruz.
Desde chico asistí a una iglesia, fui a la escuela dominical, aprendí versículos de memoria, oré todas las noches antes de dormirme; es decir, todo lo que un niño cristiano hace. A los quince años me bauticé, cumpliendo el mandato de Dios. Entré al grupo de alabanza de la iglesia ese mismo año, creo, o quizás el siguiente. Sin embargo, todavía no entendía qué implicaba tener una relación con Dios.
Para mí era simplemente ir a la iglesia con regularidad (lo hacía), orar diariamente (lo hacía) y hacer mis devocionales (lo hacía). ¡Qué poco entendía!
Recién a los 19 años tomé la decisión de comprometerme con Dios, es decir, de que mi vida comenzara a enfocarse en Él, haciendo aquello para lo que fui llamado: proclamar su nombre en todo lugar.
Tardé un año más en comprender que para glorificar a Dios, primero debía conocerlo. Por supuesto que sabía el evangelio (es decir, las buenas nuevas de salvación -que Cristo vino al mundo para pagar con su muerte nuestros pecados y reconciliarnos con Dios-). Por supuesto que conocía las promesas hechas por Dios en el Antiguo Testamento, y las realizadas por Cristo en su breve estadía en la tierra. Por supuesto que había leído más de media Biblia unas cuatro veces. Pero se me había escapado lo más importante: buscar a Dios, llenarme del conocimiento de Él a tal punto que se me escape por los poros, tener tal llenura del Espíritu Santo que quienes se me acercaran glorificasen Su nombre sólo por ver Su obra en mí.
No logré empezar a conocer a Dios (y digo empezar porque en la vida cristiana siempre se está creciendo) a través de ningún congreso, ni de ningún líder espiritual, ni de ninguna palabra profética. Lo hice, sencillamente, tomándome seriamente su Palabra. Cuando comencé a leer la Biblia comprendiendo que allí estaba la clave para acercarme a Dios, entendiendo que todo lo que ella dice está escrito para mí, cambió mi percepción de Dios, y por consiguiente, mi vida.
¿Por qué les cuento todo esto? Porque entiendo que la única manera real de crecer espiritualmente es volver a la Palabra. Por supuesto que la oración y la adoración son importantes, pero en ambas sólo soy yo hablándole a Dios. En Su Palabra es Él, el Creador del universo, hablándome a mí.
Es imprescindible que volvamos a la Palabra. Es algo terriblemente sencillo, pero que frecuentemente lo olvidamos, dejándolo de lado por otra cosa. ¡Leamos la Biblia! Por el amor de Dios, leamos la Biblia. Tomémonos en serio el trabajo de conocer a nuestro Creador.
"Deseemos con ansias la leche pura de la Palabra, como niños recién nacidos. Así, por medio de ella, creceremos en su salvación, ahora que sabemos lo bueno que es el Señor". (1º Pedro 2:2)
Porque "ciertamente, la Palabra de Dios es viva y poderosa, y más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, hasta la médula de los huesos, y juzga los pensamientos y las intenciones del corazón" (Hebreos 4:12). La Palabra de Dios tiene la capacidad de llegar hasta lo más hondo de nuestro ser, lo queramos o no. Una vez que nos encontramos con la Palabra, nada es igual en nuestra vida, porque nos desnuda, dejando a la luz lo mejor y lo peor de nosotros, con el fin de potenciar lo bueno y trasformar lo malo "-a través de la acción del Espíritu Santo- en la gloria y semejanza de Dios" (2º Corintios 3:18).
Tomemos el ejemplo de Job, quien "había atesorado en lo más profundo de su ser las palabras provenientes de la boca del Señor" (Job 23:12b), sencillamente, porque "son espíritu y vida" (Juan 6:63) para nosotros. Recordemos que “no sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda Palabra que sale de Su boca”, como dice Deuteronomio 8:3.
Seamos como los tesalonicenses, quienes “todos los días escudriñaban las Escrituras” (Hechos 17:11), o como el rey David, que amaba tanto la Palabra de Dios, que todo el día meditaba en ella (Salmos 119:97).
(Quiero hacer un paréntesis aquí y transcribir algo que leí y fue muy importante para mi crecimiento espiritual: "Cuando le damos vuelta en la cabeza a un problema, decimos que tenemos una preocupación. Cuando piensas en la Palabra de Dios y le das vueltas en tu cabeza, llamamos a eso meditación. Si sabes cómo preocuparte, ¡ya sabes cómo meditar! En vez de pensar con insistencia en tus problemas, necesitas vincular la atención en tus problemas con versículos bíblicos. Cuanto más medites en la Palabra de Dios, tendrás menos de qué preocuparte", Rick Warren, Una vida con propósito).
Dios había instruido a los reyes de Israel en lo siguiente: "Ten una copia de la Palabra siempre a tu alcance y léela todos los días. Así aprenderás a temer al Señor y a cumplir fielmente todos sus mandamientos" (Deuteronomio 17:19). Es imperativo que nosotros hagamos lo mismo.
Entendamos que “toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en justicia, a fin de que estemos enteramente capacitados para toda buena obra” (2º Timoteo 3:16), porque "quien se fija atentamente en la ley perfecta de Dios, que da libertad, y persevera en ella -no olvidando lo que ha oído sino haciéndolo-, recibirá bendición al practicarla" (Santiago 1:25).
"No nos contentemos sólo con escuchar/leer la Palabra, pues así nos engañamos a nosotros mismos. Llevémosla a la práctica" (Santiago 1:22), porque “sólo en esto sabemos si lo conocemos, si guardamos Sus mandamientos. El que dice: Yo lo conozco, y no guarda Sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él; pero el que guarda Su Palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en Él. El que dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo” (1º Juan 2:3-6). "Por lo tanto, todo el que oye/lee la Palabra de Dios y la pone en práctica, es como un hombre prudente que construye su casa sobre la roca. Podrán caer las lluvias, crecer los ríos, y soplar los vientos y azotar aquella casa; pero pese a todo eso, la casa no se derrumbará porque está fundada sobre la roca" (Mateo 7:24). ¿Cuál es la roca? La Palabra de Dios, que "permanece para siempre” (1º Pedro 1:25).
David dijo, en Salmos 19:6-8:
"La ley del Señor es perfecta: infunde nuevo aliento.
El mandato del Señor es digno de confianza: da sabiduría al sencillo.
Los preceptos del Señor son rectos: tren alegría al corazón.
El mandamiento del Señor es claro: alumbra los ojos.
El temor del Señor es puro: permanece para siempre.
Las sentencias del Señor son verdaderas: todas ellas son justas".
Volvamos a la Palabra. Escudriñemos las Escrituras diariamente. Meditemos en ellas. El Dios Verdadero traerá luz a nuestro entendimiento para que podamos conocerlo cada día un poco más.
Señor, perdóname por tardarme 20 años en aprender a buscarte. Gracias por amarme tanto como para esperarme pacientemente. Gracias por enseñarme cómo acercarme a Ti. Sé que tu Palabra está viva, porque vive en mí, transformándome día a día. Ayúdame a buscarte siempre. Termina la obra que empezaste en mí. Amén.
febrero 17, 2005
febrero 09, 2005
La tristeza de Dios
Hace unos días me puse a pensar en el estado de mi relación con Dios, de mi comunión con Él. A decir verdad, no es que simplemente me puse a pensar en eso, sino que estaba hablando el tema con una persona muy importante para mí.
La cosa es que a medida que analizaba mi constancia, mi fidelidad, mi sinceridad, mi entrega a Dios, me puse mal. Me entristeció la realidad. Me di cuenta de que las cosas no estaban tan bien, de que, si bien nunca había dejado de orar, sí había cambiado el espíritu de mi oración, ya no sonaba tan fresca, tan espontánea. Ya no incluía tanta fe. Mi vida devocional había caído en frecuencia y en calidad. Recurría a la Biblia sólo unos minutos por día, como para "cumplir" (más conmigo mismo que con Dios, en realidad). También había empezado a pensar otra vez más en mí que en los demás.
Todo esto me angustió.
Entonces, recordé algo y comencé a sonreírme. Tenía una lágrima rodando por mi mejilla cuando una sonrisa surcó mi rostro. Me acordé de algo que Pablo le había escrito a los corintios.
En la primera epístola a este pueblo, el apóstol los exhorta a quitar de entre ellos a una persona que públicamente tenía por esposa a su propia madre y, aparentemente, ellos no hacían nada al respecto, más que festejárselo. Pablo es realmente duro con ellos sobre este tema (1º Corintios 5).
Luego, en su segunda carta les dice lo siguiente:
"Si bien los entristecí con mi primera carta, no me pesa. Es verdad que antes sí me peso, porque me di cuenta de que por un tiempo los había entristecido. Sin embargo, ahora me alegro, no porque se hayan entristecido, sino porque su tristeza los llevó al arrepentimiento. Ustedes se entristecieron tal como Dios lo quiere, de modo que nosotros de ninguna manera los hemos perjudicado. La tristeza que proviene de Dios produce arrepentimiento que lleva a la salvación, de la cual no hay que arrepentirse, mientras que la tristeza del mundo produce la muerte. Fíjense lo que ha producido en ustedes esta tristeza que proviene de Dios: ¡qué empeño, qué afán por disculparse, qué indignación, qué temor, qué anhelo, qué preocupación, qué disposición para que se haga justicia! En todo han demostrado su inocencia en este asunto". (2º Corintios 7:8-11)
Me di cuenta de que esa tristeza que sentía provenía de Dios. Era un llamado de atención del Espíritu Santo. Esto alegró mi corazón, no por mí mismo o por mi situación, sino por poder experimentar otra vez el amor de Dios para conmigo. Me estaba cuidando. Él quería ver en mí ese empeño, esa indignación, esa preocupación, ese anhelo, ese temor que los corintios tuvieron. Porque "la tristeza que proviene de Dios produce arrepentimiento que lleva a la salvación" (¡qué hermosa verdad!).
Gracias, Señor, por ser tan bueno. Te amo. Perdoname por descuidar mi relación con vos. Gracias por hacérmelo notar. Quiero tener la misma actitud que los corintios tuvieron, ayudame. Te necesito. Amén.
La cosa es que a medida que analizaba mi constancia, mi fidelidad, mi sinceridad, mi entrega a Dios, me puse mal. Me entristeció la realidad. Me di cuenta de que las cosas no estaban tan bien, de que, si bien nunca había dejado de orar, sí había cambiado el espíritu de mi oración, ya no sonaba tan fresca, tan espontánea. Ya no incluía tanta fe. Mi vida devocional había caído en frecuencia y en calidad. Recurría a la Biblia sólo unos minutos por día, como para "cumplir" (más conmigo mismo que con Dios, en realidad). También había empezado a pensar otra vez más en mí que en los demás.
Todo esto me angustió.
Entonces, recordé algo y comencé a sonreírme. Tenía una lágrima rodando por mi mejilla cuando una sonrisa surcó mi rostro. Me acordé de algo que Pablo le había escrito a los corintios.
En la primera epístola a este pueblo, el apóstol los exhorta a quitar de entre ellos a una persona que públicamente tenía por esposa a su propia madre y, aparentemente, ellos no hacían nada al respecto, más que festejárselo. Pablo es realmente duro con ellos sobre este tema (1º Corintios 5).
Luego, en su segunda carta les dice lo siguiente:
"Si bien los entristecí con mi primera carta, no me pesa. Es verdad que antes sí me peso, porque me di cuenta de que por un tiempo los había entristecido. Sin embargo, ahora me alegro, no porque se hayan entristecido, sino porque su tristeza los llevó al arrepentimiento. Ustedes se entristecieron tal como Dios lo quiere, de modo que nosotros de ninguna manera los hemos perjudicado. La tristeza que proviene de Dios produce arrepentimiento que lleva a la salvación, de la cual no hay que arrepentirse, mientras que la tristeza del mundo produce la muerte. Fíjense lo que ha producido en ustedes esta tristeza que proviene de Dios: ¡qué empeño, qué afán por disculparse, qué indignación, qué temor, qué anhelo, qué preocupación, qué disposición para que se haga justicia! En todo han demostrado su inocencia en este asunto". (2º Corintios 7:8-11)
Me di cuenta de que esa tristeza que sentía provenía de Dios. Era un llamado de atención del Espíritu Santo. Esto alegró mi corazón, no por mí mismo o por mi situación, sino por poder experimentar otra vez el amor de Dios para conmigo. Me estaba cuidando. Él quería ver en mí ese empeño, esa indignación, esa preocupación, ese anhelo, ese temor que los corintios tuvieron. Porque "la tristeza que proviene de Dios produce arrepentimiento que lleva a la salvación" (¡qué hermosa verdad!).
Gracias, Señor, por ser tan bueno. Te amo. Perdoname por descuidar mi relación con vos. Gracias por hacérmelo notar. Quiero tener la misma actitud que los corintios tuvieron, ayudame. Te necesito. Amén.
febrero 03, 2005
El temor de Dios
Estoy dándole vueltas a esto en mi cabeza hace un poco más de dos semanas (desde mis vacaciones en Córdoba). Voy a tratar de ser lo más claro posible.
2º Corintios 7:1 dice:
“Purifiquémonos de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el temor de Dios la obra de nuestra santificación”.
Ahora en castellano: Para "ser santos, como aquel que nos llamó es santo" (1º Pedro 1:15), debemos purificar nuestro cuerpo y espíritu a través del temor de Dios.
No quedó mucho más claro, ¿no? Yo pienso lo mismo. Ahí es donde me encuentro con el problema, ¿qué significa concretamente tener temor de Dios? Veamos:
"No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco. Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero". (Romanos 7:15,18-19)
¿Qué tiene esto que ver con el temor de Dios? Hace unos días me di cuenta de que tiene muchísima relación:
“Así dice el Señor: Ustedes serán mi pueblo, y yo seré su Dios. Haré que haya coherencia entre su pensamiento y su conducta, a fin de que siempre me teman, para su propio bien y el de sus hijos”. (Jeremías 32:38-39)
Entonces, si hay coherencia entre lo que queremos hacer y lo que verdaderamente hacemos (cuando amamos al Señor), vivimos en el temor de Dios.
"Con respecto a la vida que antes llevábamos, la Biblia nos enseña que debemos quitarnos el ropaje de la vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos; ser renovados en la actitud de nuestra mente; y ponernos el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad". (Efesios 4:22-24)
¿Cuáles son las consecuencias de temer a Dios? Evitar el mal (Proverbios 16:6), no pecar (Éxodo 20:20), prolongar una vida placentera (Proverbios 10:27 y Salmos 25:12), dormir tranquilo (Proverbios 19:23), tener un refugio para los hijos (Proverbios 14:26). El principio de la sabiduría es el temor de Dios (Salmos 111:10).
El consejo final del rey Salomón en Eclesiastés 12:13, luego de haber vivido una vida de excesos, es: “Teme a Dios y cumple sus mandamientos, porque esto es el todo del hombre”.
Volvamos a ver los versículos de Jeremías 32:
“Así dice el Señor: Ustedes serán mi pueblo, y yo seré su Dios. Haré que haya coherencia entre su pensamiento y su conducta, a fin de que siempre me teman, para su propio bien y el de sus hijos. Haré con ellos un pacto eterno: Nunca dejaré de estar con ellos para mostrarles mi favor; pondré mi temor en sus corazones, y así no se apartarán de mí. Me regocijaré en favorecerlos, y con todo mi corazón y toda mi alma los plantaré firmemente en esta tierra” . (Jeremías 32:38-41)
¡Qué linda promesa! Encontré una más, para ir cerrando:
“El Señor cuida de los que le temen, de los que esperan en su gran amor; Él los libra de la muerte, y en épocas de hambre los mantiene con vida”. (Salmos 33:18)
Gracias, Señor, por prometerme que vas a hacer que haya coherencia entre mi pensamiento y mi conducta, con todo lo que eso implica. Quiero vivir temiéndote. Amén.
2º Corintios 7:1 dice:
“Purifiquémonos de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el temor de Dios la obra de nuestra santificación”.
Ahora en castellano: Para "ser santos, como aquel que nos llamó es santo" (1º Pedro 1:15), debemos purificar nuestro cuerpo y espíritu a través del temor de Dios.
No quedó mucho más claro, ¿no? Yo pienso lo mismo. Ahí es donde me encuentro con el problema, ¿qué significa concretamente tener temor de Dios? Veamos:
"No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco. Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero". (Romanos 7:15,18-19)
¿Qué tiene esto que ver con el temor de Dios? Hace unos días me di cuenta de que tiene muchísima relación:
“Así dice el Señor: Ustedes serán mi pueblo, y yo seré su Dios. Haré que haya coherencia entre su pensamiento y su conducta, a fin de que siempre me teman, para su propio bien y el de sus hijos”. (Jeremías 32:38-39)
Entonces, si hay coherencia entre lo que queremos hacer y lo que verdaderamente hacemos (cuando amamos al Señor), vivimos en el temor de Dios.
"Con respecto a la vida que antes llevábamos, la Biblia nos enseña que debemos quitarnos el ropaje de la vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos; ser renovados en la actitud de nuestra mente; y ponernos el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad". (Efesios 4:22-24)
¿Cuáles son las consecuencias de temer a Dios? Evitar el mal (Proverbios 16:6), no pecar (Éxodo 20:20), prolongar una vida placentera (Proverbios 10:27 y Salmos 25:12), dormir tranquilo (Proverbios 19:23), tener un refugio para los hijos (Proverbios 14:26). El principio de la sabiduría es el temor de Dios (Salmos 111:10).
El consejo final del rey Salomón en Eclesiastés 12:13, luego de haber vivido una vida de excesos, es: “Teme a Dios y cumple sus mandamientos, porque esto es el todo del hombre”.
Volvamos a ver los versículos de Jeremías 32:
“Así dice el Señor: Ustedes serán mi pueblo, y yo seré su Dios. Haré que haya coherencia entre su pensamiento y su conducta, a fin de que siempre me teman, para su propio bien y el de sus hijos. Haré con ellos un pacto eterno: Nunca dejaré de estar con ellos para mostrarles mi favor; pondré mi temor en sus corazones, y así no se apartarán de mí. Me regocijaré en favorecerlos, y con todo mi corazón y toda mi alma los plantaré firmemente en esta tierra” . (Jeremías 32:38-41)
¡Qué linda promesa! Encontré una más, para ir cerrando:
“El Señor cuida de los que le temen, de los que esperan en su gran amor; Él los libra de la muerte, y en épocas de hambre los mantiene con vida”. (Salmos 33:18)
Gracias, Señor, por prometerme que vas a hacer que haya coherencia entre mi pensamiento y mi conducta, con todo lo que eso implica. Quiero vivir temiéndote. Amén.
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