"No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree". (Romanos 1:16)

febrero 17, 2005

El retorno a la Palabra

Yo nací en una familia cristiana. Por lo tanto, confesé a Cristo como mi Señor y salvador desde que tengo memoria. No puedo establecer un momento exacto de mi conversión. No creo que importe mucho tampoco. Tengo la certeza de ser salvo por la sangre de Jesucristo derramada en la cruz.

Desde chico asistí a una iglesia, fui a la escuela dominical, aprendí versículos de memoria, oré todas las noches antes de dormirme; es decir, todo lo que un niño cristiano hace. A los quince años me bauticé, cumpliendo el mandato de Dios. Entré al grupo de alabanza de la iglesia ese mismo año, creo, o quizás el siguiente. Sin embargo, todavía no entendía qué implicaba tener una relación con Dios.

Para mí era simplemente ir a la iglesia con regularidad (lo hacía), orar diariamente (lo hacía) y hacer mis devocionales (lo hacía). ¡Qué poco entendía!
Recién a los 19 años tomé la decisión de comprometerme con Dios, es decir, de que mi vida comenzara a enfocarse en Él, haciendo aquello para lo que fui llamado: proclamar su nombre en todo lugar.

Tardé un año más en comprender que para glorificar a Dios, primero debía conocerlo. Por supuesto que sabía el evangelio (es decir, las buenas nuevas de salvación -que Cristo vino al mundo para pagar con su muerte nuestros pecados y reconciliarnos con Dios-). Por supuesto que conocía las promesas hechas por Dios en el Antiguo Testamento, y las realizadas por Cristo en su breve estadía en la tierra. Por supuesto que había leído más de media Biblia unas cuatro veces. Pero se me había escapado lo más importante: buscar a Dios, llenarme del conocimiento de Él a tal punto que se me escape por los poros, tener tal llenura del Espíritu Santo que quienes se me acercaran glorificasen Su nombre sólo por ver Su obra en mí.

No logré empezar a conocer a Dios (y digo empezar porque en la vida cristiana siempre se está creciendo) a través de ningún congreso, ni de ningún líder espiritual, ni de ninguna palabra profética. Lo hice, sencillamente, tomándome seriamente su Palabra. Cuando comencé a leer la Biblia comprendiendo que allí estaba la clave para acercarme a Dios, entendiendo que todo lo que ella dice está escrito para mí, cambió mi percepción de Dios, y por consiguiente, mi vida.

¿Por qué les cuento todo esto? Porque entiendo que la única manera real de crecer espiritualmente es volver a la Palabra. Por supuesto que la oración y la adoración son importantes, pero en ambas sólo soy yo hablándole a Dios. En Su Palabra es Él, el Creador del universo, hablándome a mí.

Es imprescindible que volvamos a la Palabra. Es algo terriblemente sencillo, pero que frecuentemente lo olvidamos, dejándolo de lado por otra cosa. ¡Leamos la Biblia! Por el amor de Dios, leamos la Biblia. Tomémonos en serio el trabajo de conocer a nuestro Creador.

"Deseemos con ansias la leche pura de la Palabra, como niños recién nacidos. Así, por medio de ella, creceremos en su salvación, ahora que sabemos lo bueno que es el Señor". (1º Pedro 2:2)

Porque "ciertamente, la Palabra de Dios es viva y poderosa, y más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, hasta la médula de los huesos, y juzga los pensamientos y las intenciones del corazón" (Hebreos 4:12). La Palabra de Dios tiene la capacidad de llegar hasta lo más hondo de nuestro ser, lo queramos o no. Una vez que nos encontramos con la Palabra, nada es igual en nuestra vida, porque nos desnuda, dejando a la luz lo mejor y lo peor de nosotros, con el fin de potenciar lo bueno y trasformar lo malo "-a través de la acción del Espíritu Santo- en la gloria y semejanza de Dios" (2º Corintios 3:18).

Tomemos el ejemplo de Job, quien "había atesorado en lo más profundo de su ser las palabras provenientes de la boca del Señor" (Job 23:12b), sencillamente, porque "son espíritu y vida" (Juan 6:63) para nosotros. Recordemos que “no sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda Palabra que sale de Su boca”, como dice Deuteronomio 8:3.

Seamos como los tesalonicenses, quienes “todos los días escudriñaban las Escrituras” (Hechos 17:11), o como el rey David, que amaba tanto la Palabra de Dios, que todo el día meditaba en ella (Salmos 119:97).

(Quiero hacer un paréntesis aquí y transcribir algo que leí y fue muy importante para mi crecimiento espiritual: "Cuando le damos vuelta en la cabeza a un problema, decimos que tenemos una preocupación. Cuando piensas en la Palabra de Dios y le das vueltas en tu cabeza, llamamos a eso meditación. Si sabes cómo preocuparte, ¡ya sabes cómo meditar! En vez de pensar con insistencia en tus problemas, necesitas vincular la atención en tus problemas con versículos bíblicos. Cuanto más medites en la Palabra de Dios, tendrás menos de qué preocuparte", Rick Warren, Una vida con propósito).

Dios había instruido a los reyes de Israel en lo siguiente: "Ten una copia de la Palabra siempre a tu alcance y léela todos los días. Así aprenderás a temer al Señor y a cumplir fielmente todos sus mandamientos" (Deuteronomio 17:19). Es imperativo que nosotros hagamos lo mismo.

Entendamos que “toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en justicia, a fin de que estemos enteramente capacitados para toda buena obra” (2º Timoteo 3:16), porque "quien se fija atentamente en la ley perfecta de Dios, que da libertad, y persevera en ella -no olvidando lo que ha oído sino haciéndolo-, recibirá bendición al practicarla" (Santiago 1:25).

"No nos contentemos sólo con escuchar/leer la Palabra, pues así nos engañamos a nosotros mismos. Llevémosla a la práctica" (Santiago 1:22), porque “sólo en esto sabemos si lo conocemos, si guardamos Sus mandamientos. El que dice: Yo lo conozco, y no guarda Sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él; pero el que guarda Su Palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en Él. El que dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo” (1º Juan 2:3-6). "Por lo tanto, todo el que oye/lee la Palabra de Dios y la pone en práctica, es como un hombre prudente que construye su casa sobre la roca. Podrán caer las lluvias, crecer los ríos, y soplar los vientos y azotar aquella casa; pero pese a todo eso, la casa no se derrumbará porque está fundada sobre la roca" (Mateo 7:24). ¿Cuál es la roca? La Palabra de Dios, que "permanece para siempre” (1º Pedro 1:25).

David dijo, en Salmos 19:6-8:
"La ley del Señor es perfecta: infunde nuevo aliento.
El mandato del Señor es digno de confianza: da sabiduría al sencillo.
Los preceptos del Señor son rectos: tren alegría al corazón.
El mandamiento del Señor es claro: alumbra los ojos.
El temor del Señor es puro: permanece para siempre.
Las sentencias del Señor son verdaderas: todas ellas son justas"
.

Volvamos a la Palabra. Escudriñemos las Escrituras diariamente. Meditemos en ellas. El Dios Verdadero traerá luz a nuestro entendimiento para que podamos conocerlo cada día un poco más.

Señor, perdóname por tardarme 20 años en aprender a buscarte. Gracias por amarme tanto como para esperarme pacientemente. Gracias por enseñarme cómo acercarme a Ti. Sé que tu Palabra está viva, porque vive en mí, transformándome día a día. Ayúdame a buscarte siempre. Termina la obra que empezaste en mí. Amén.