"No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree". (Romanos 1:16)

septiembre 14, 2004

El consuelo que viene de Dios

La semana pasada fue bastante difícil para mí. Como les conté en el cuadro de diálogo (en la página, a la izquierda), la amiga de un amigo mío falleció el domingo pasado, el padre de otro el lunes y la abuela de otra el jueves. De más está decir que la situación fue horrible desde donde se mire, sobre todo porque ninguno de ellos cree en Cristo.

Sin embargo, el Señor me mostró este pasaje:

“Dios nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que con el mismo consuelo que de Él hemos recibido, también nosotros podamos consolar a los que sufren” (2º Corintios 1:4).

Al leerlo, me di cuenta de lo siguiente (si bien también influyó un mensaje que escuché del pastor estadounidense Darryl DelHousaye): Cuando una persona está triste, no necesita -ni quiere- que uno intente alegrarla. Cuando la angustia oprime en el pecho, cuando el aire se hace irrespirable, cuando la saliva sabe a arena, se tienen ganas de llorar, no de reír. Muchas veces -sin mala intención-, nos acercamos a quien sufre para decir palabras de aliento, como "ya va a pasar", "todo va a estar bien" o "quedate tranquilo"; cuando lo único que en verdad podemos -y deberíamos- hacer es estar presentes, sostener, acompañar. "Llorar con los que lloran", como dice Romanos 12:15.

Dios nos dice, en Salmos 50:15: "Invóquenme en el día de la angustia; Yo los libraré y ustedes me honrarán”. Sabemos que “aunque pasemos por grandes angustias, Él nos dará vida” (Salmo 138:7).

Precisamente, lo que Pablo dice a los corintios es que este consuelo, este "refugio en tiempos de angustia" (Salmo 59:16) que Dios es para nosotros, no es para que nos lo quedemos egoístamente. En realidad, es para que nosotros mismos podamos consolar a quienes sufren alrededor nuestro. Recordemos que somos "la luz del mundo y la sal de la tierra" (Mateo 5:13-14) para modificar nuestro entorno, y no para simplemente estar.

Tomemos el ejemplo de Filemón, a quien Pablo escribe: "Siempre doy gracias a mi Dios al recordarte en mis oraciones, porque tengo noticias de tu amor y tu fidelidad hacia el Señor Jesús y hacia todos los creyentes. Hermano, tu amor me ha alegrado y animado mucho porque has reconfortado el corazón de los santos" (Filemón 1:4-5,7). ¡Qué hermoso que esto pudiera ser dicho de nosotros!

Es bien corto lo que quería transmitir, pero me parece de vital importancia entender que todo lo que Dios en su gracia nos da, es para que lo compartamos. Y Dios siempre nos sorprende. Lo hizo conmigo la semana pasada: los ínfimos gestos que tuve hacia estos tres amigos (dos mails y una pequeña charla de ánimo) significaron más para ellos que cualquier otra cosa que hubiese podido hacer o decir, y no dejaron de agradecérmelo, como si hubiese hecho algo sumamente importante para ellos (cuando en verdad Cristo lo hizo, yo sólo los acompañé un poco y oré por ellos). Como un sabio una vez dijo: "predica todo el tiempo; si es imprescindible, también utiliza palabras".

Señor, gracias por estar siempre disponible para mí. Gracias por acompañarme en momentos de angustia, por confortar mi corazón cuando siento que desfallezco. Enseñame a compartir esta gracia con quienes me rodean. Me encantaría que pudiese decirse de mí lo que Pablo dijo de Filemón. Gracias por tu gracia. Amén.