"No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree". (Romanos 1:16)

julio 05, 2005

Ver para creer

No sé por qué siempre necesitamos ver. Nos cuesta tanto creer sin haber visto. ¿Cómo puede ser que nos dé tanto trabajo la fe?

Cuando Jesús se aparece a sus discípulos después de resucitado, uno de ellos no se encontraba ahí. Apenas llegó, los demás le dijeron: "¡Hemos visto al Señor!". Sin embargo, él sólo respondió: "-Mientras no vea yo la marca de los clavos en sus manos, y meta mi dedo en las marcas y mi mano en su costado, no lo creeré" (Juan 20:25).
Nosotros somos igual: debemos ver por nosotros mismos, tocar por nosotros mismos. "Deben ser mis ojos, mis dedos, mis manos; sino, no lo creeré". "No me importa lo que Él haya prometido antes, no me importa lo que Él haya hecho antes, no me importa lo que otros aseguren al respecto. Debo verlo por mí mismo". Suena tonto, ¿verdad? Sin embargo, así somos.

"Una semana más tarde estaban los discípulos de nuevo en la casa, y Tomás estaba con ellos. Aunque las puertas estaban cerradas, Jesús entró y, poniéndose en medio de ellos, los saludó.
-¡La paz sea con ustedes!
Luego le dijo a Tomás:
-Pon tu dedo aquí y mira mis manos. Acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino hombre de fe.
-¡Señor mío y Dios mío! -exclamó Tomás.
-Porque me has visto, has creído -le dijo Jesús-; dichosos los que no han visto y sin embargo creen".
(Juan 20:26-29)

Dios, en su grandeza, decidió mostrarle a Tomás lo que quería ver. Ahora bien, ni por un segundo se olvidó de decirle: "No tienes ningún mérito en haber creído, porque me viste, bienaventurado aquel que crea en Mí sin haberme visto".

Saulo, a quien conocemos como el apóstol Pablo, mientras se dedicaba a perseguir a la iglesia, debió quedarse ciego para poder creer (qué paradoja):

"Saulo, respirando aún amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote y le pidió cartas de extradición para las sinagogas de Damasco. Tenía la intención de encontrar y llevarse presos a Jerusalén a todos los que pertenecieran al Camino, fueran hombres o mujeres.
En el viaje sucedió que, al acercarse a Damasco, una luz del cielo relampagueó de repente a su alrededor. Él cayó al suelo y oyó una voz que le decía:
-Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?
-¿Quién eres, Señor? -preguntó.
-Yo soy Jesús, a quien tú persigues -le contestó la voz-. Levántate y entra en la ciudad, que allí se te dirá lo que tienes que hacer.
Los hombres que viajaban con Saulo se detuvieron atónitos, porque oían la voz pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo, pero cuando abrió los ojos no podía ver, así que lo tomaron de la mano y lo llevaron a Damasco. Estuvo ciego tres días, sin comer ni beber nada".
(Hechos 9:1-9)

Una vez en la ciudad, recobró la vista y fue bautizado. En su caso, debió quedarse ciego para poder ver, para poder creer.

Sin embargo, no quiero detener el análisis en ellos, porque ellos sí pudieron ver. Me interesa analizar a aquellos que no vieron, aquellos que no pueden ver. Aquellos que, si logran creer, serán bienaventurados:

"Condujeron a Jesús al lugar llamado Gólgota (que significa: Lugar de la Calavera). Le ofrecieron vino mezclado con mirra, pero no lo tomó. Y lo crucificaron. Repartieron su ropa, echando suertes para ver qué le tocaría a cada uno.
Eran las nueve de la mañana cuando lo crucificaron. Un letrero tenía escrita la causa de su condena: 'El rey de los judíos'. Con Él crucificaron a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Los que pasaban meneaban la cabeza y blasfemaban contra él.
-¡Eh! Tú que destruyes el templo y en tres días lo reconstruyes -decían-, ¡baja de la cruz y sálvate a ti mismo!
De la misma manera se burlaban de él los jefes de los sacerdotes junto con los maestros de la ley.
-Salvó a otros -decían-, ¡pero no puede salvarse a sí mismo! Que baje ahora de la cruz ese Cristo, el rey de Israel, para que veamos y creamos".
(Marcos 15:22-32)

Los sacerdotes querían ver, al igual que Tomás, al contrario que Pablo. Sin embargo, no vieron. No vieron porque Cristo no se bajó. ¡Gloria a Dios porque no se bajó de esa cruz! Si lo hubiera hecho, si les hubiera permitido ver lo que querían ver, ni ellos se hubieran salvado, ni nadie lo hubiera hecho. En vez de eso, Él les mostró lo que Él quería mostrarles, aquello que ellos no querían ver. Les mostró una oscuridad total por más de cuatro horas, les mostró un velo rajado de arriba abajo, les mostró un camino al Padre. Pero ellos querían su pequeña función privada, su dios a medida. No querían ver al resucitado, no querían escuchar al centurión decir: "¡verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios!" (Marcos 15:39). Ellos simplemente querían ver lo que querían ver. ¿Qué importa el plan de Dios, infinitamente más grande que ellos? Ellos querían ver. Ver para creer, como si eso pudiera alcanzarles.

"Señor, yo quiero verte", decimos. Parecemos los sacerdotes que crucificaron a Cristo. ¿Por qué? Porque queremos ver al dios que nos interesa, porque queremos ver lo que nos interesa de Dios. No queremos ver a Dios, no queremos ver lo que Él quiere mostrarnos. Siempre nuestros planes son mejores, más grandes, más importantes que los de Él. ¡Qué triste!

Es difícil ver cuando no se quiere. ¿Cómo dice el refrán? "No hay más ciego que aquel que no quiere ver". Es difícil ver al océano frente a nosotros si sólo prestamos atención a un pequeño caracol a un paso de nuestros pies, esperando ver que se mueva.

Los planes de Dios siempre son más grandes. Las visiones de Dios, más espectaculares. Nosotros queremos ver cómo se libra de los clavos, mientras Él quiere que veamos cómo se libra de la muerte, cómo nos libra de la muerte.

Te propongo que hoy tomes otra decisión: Sigue pidiéndole a Dios que te permita ver lo que tú quieres ver, o déjalo que te muestre lo que Él quiere que veas.

Señor, gracias por tu Palabra. Ayúdame a ver aquello que Tú me quieres mostrar. Sé que será infinitamente más grande que la mayor de mis expectativas. Sé que me sorprenderás, como siempre lo haces. En el nombre de Jesús, amén".