"No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree". (Romanos 1:16)

mayo 03, 2005

El poder de la justificación

La semana pasada recibí un e-mail de una amiga mía que me hizo recordar algo que casi había olvidado (¡gracias, Vir!). Era un fragmento de algo que yo mismo había escrito en esta página hace bastaste tiempo ya ("Después del milagro, ¿qué?", publicado el 28 de septiembre de 2004 -te invito a leerlo, no porque lo haya escrito yo, sino porque verdaderamente creo que el Señor puede hablarte con él, como lo hizo conmigo-). En el fragmento se encontraba una pequeña reflexión acerca del deber que cada persona tiene para con los demás luego de haber sido tocado por Dios. Básicamente, es lo que el Señor le dice a la iglesia de Éfeso -que había perdido la pasión para seguir a Cristo- en Apocalipsis 2:5: "¡Recuerda de dónde has caído! Arrepiéntete y vuelve a practicar las obras que hacías al principio". Muchas veces nos olvidamos de dónde nos sacó el Señor, y caminamos como si nada hubiese pasado con nosotros.

Es por esto que hoy decidí contarte parte de mi historia. Verdaderamente, preferiría no hacerlo. Es que no voy a contarte una parte grata, sino quizás la más oscura. No me enorgullece en lo absoluto, salvo en el hecho de a causa de ella "el poder de Dios pudo perfeccionarse en mi debilidad" (2º Corintios 12:9).

David Eddings, un escritor de ficción estadounidense, dijo: “La gente tiende a gritar los pecados de los demás desde las azoteas, pero apenas puede oírseles cuando describen los suyos propios”. Sin embargo, Cristo afirmó: "No hay nada encubierto que no llegue a revelarse, ni nada escondido que no llegue a conocerse. Así que todo lo que ustedes han dicho en la oscuridad se dará a conocer a plena luz, y lo que han susurrado a puerta cerrada se proclamará desde las azoteas" (Lucas 12:2-3). Por ende, mi historia (me habían pedido hace más de un mes que escriba acerca de esto, pero venía evitándolo, creo que ya es hora):

La primera vez que me masturbé tenía 15 años (quizás te parezca tarde, pero te aseguro que me ocupé de recuperar el tiempo perdido -hoy, en cambio, sé que el tiempo perdido fue el que siguió a esto, y no el anterior-). De ese momento en adelante, caí en un hábito compulsivo: mirar pornografía (toda la que pudiera y de la variedad que fuese) y masturbarme. En un principio era cada tanto, pero con el tiempo la frecuencia y cantidad fueron aumentando. No creo que sea importante cuantificar, describir o explicar el hecho concreto. Ni siquiera voy a detenerme a analizar específicamente por qué considero que es pecado, ya hay muchos que se ocuparon de eso (van desde la negación del mismo, hasta la condenación total, pasando por no considerar una falta el acto en sí mismo sino el escenario que uno se imagina al hacerlo). Sí voy a decirte por qué fue pecado para mí: porque me alejaba de Dios, porque afectaba mi relación con Él.

El apóstol Pablo dice: "Dichoso aquel a quien su conciencia no lo acusa por lo que hace". Ese era mi problema, mi conciencia sí me acusaba. Quizás no era una certeza absoluta de estar obrando mal, pero sí una duda al respecto (entiendo que en cierta medida es algo normal en la adolescencia). Y Pablo continúa diciendo: "Pero el que tiene dudas en cuanto a lo que hace, se condena; porque no lo hace por convicción. Y todo lo que no se hace por convicción es pecado" (Romanos 14:22-23). Creo que es bastante claro.

El tema es que el pecado va creciendo dentro de uno de a poco. Uno va cediendo terreno de a centímetros, casi sin percibirlo. Hasta que se da cuenta de que no puede ver el lugar en donde empezó. Hay una película, "8 milímetros", que lo explica de esta manera: "al principio, te da asco; luego, comienza a parecerte indiferente; después, empieza a gustarte; finalmente, no puedes vivir sin él: así es como el diablo obra en el hombre".

En realidad, no importa qué pecado sea particularmente, sino su capacidad para separarte de Dios. ¿Por qué? Porque hay un determinado momento en que sientes que ya no puedes pedirle perdón a Dios por lo mismo. Hay un momento en que tus propios temores te dominan y dudas hasta de la gracia de Cristo, porque no crees que pueda perdonarte otra vez, porque simplemente -crees- no lo mereces. Funciona más o menos así (esta idea ya la compartí hace casi un año por aquí):

Esto es un secreto, así no se lo digas a nadie: el diablo miente.

Satanás trabaja en ti utilizando la siguiente fórmula: pecado pequeño/pecado enorme. Cuando se presenta la tentación, lo primero que el príncipe de este mundo hace es mentirte, haciéndote creer que lo que quieres hacer es insignificante. "Hazlo, porque no pasa nada", es lo que te dice al oído. Ahora bien, apenas caes ante la tentación y pecas, el diablo vuelve a mentirte, llenándote de culpa, diciendo: "eres una porquería, mira cuán terrible es esto que acabas de hacer".

La consecuencia inmediata del pecado es la culpa y la vergüenza (sino pregúntales a Adán y a Eva). En estas circunstancias, sientes que es imposible orar, porque no te da la cara para hacerlo. Entonces, intentas esconderte de Dios, justo como hicieron los primeros hombres luego de probar el fruto prohibido, pero la angustia te consume -"mientras callé mi pecado, envejecieron mis huesos" (Salmos 32:3)-. No te sientes digno de hablarle a tu Señor, por lo que no lo haces. Y, entonces, vuelves a caer y te sientes aún peor. Sigues sin poder orar, sigues cayendo, y cada vez te hundes más. Sin embargo, por favor, déjame decirte que ni la culpa ni la vergüenza provienen de Dios.

Cuando pecas, el Espíritu Santo te da conciencia de pecado, es decir, te hace dar cuenta de la falta que cometiste para que te arrepientas y seas perdonado. Esta conciencia es muy diferente a la culpa. La culpa te paraliza, te hace creer que eres una basura que no merece siquiera poder acercarse a Dios para pedirle perdón, porque crees que aquello que hiciste (no importa qué cosa sea) es demasiado terrible (2º Corintios 7:10). El problema es que no te percatas de que al creer esta mentira estás teniendo en poco la muerte de Cristo, porque te parece que su sacrificio no alcanza para cubrir tu mal.

Lo importante, "la verdad que te hace libre" (Juan 8:32), es que su sacrificio sí es suficiente. Recuerda que "si tú estás en Cristo, eres una nueva creación. ¡Las cosas viejas pasaron, hoy son hechas nuevas!" (2º Corintios 5:17). Ese es el poder de la justificación, es decir, el del sacrificio divino que te hace santo. Personalmente, por haber nacido en una familia cristiana, siempre conocí el mensaje de salvación, pero recién a los 19 años pude experimentar la gracia (el perdón divino). Sólo en ese momento comprendí lo que implicaba que Cristo haya muerto por mí: Es como si Él hubiera dicho "no te preocupes por todos tus errores, ni por todas tus omisiones, haz de cuenta que fui yo quien los cometió, que fui yo quien no hice lo que debía; yo me hago cargo de todo". A la luz de la verdad ("que Cristo me hizo libre para que viva en libertad") no puedo más que hacer lo imposible por "mantenerme firme y no someterme nuevamente al yugo de la esclavitud" (Gálatas 5:1) del pecado -porque ciertamente antes era su esclavo-.

Salmos capítulo 32, versículos 1 y 2, dice: "Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el hombre a quien el Señor no inculpa de pecado".

La muerte de Cristo nos coloca en el lugar de esos bienaventurados: "El señor Jesús fue entregado a la muerte por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación" (Romanos 4:25). Es por esto que te pido, por favor, que "no te conformes con satisfacer los deseos que tenías cuando estabas en la ignorancia; sino que, así como Aquel que te llamó es santo, sé tú también santo en toda tu manera de vivir" (1º Pedro 1:14-15). Una vez que eres verdaderamente libre, no puede alcanzarte lo que la mentira puede darte, no cuando conoces la verdad, no cuando ya la experimentaste (te recomiendo que leas el todo el capítulo 6 de la epístola a los Romanos).

Te animo, entonces, -te ruego, mejor dicho- a que simplemente aceptes el regalo inmerecido de Dios. Por favor, cree la verdad que te hará realmente libre. Puedo dar testimonio de que es cierto. Te animo a que al menos lo intentes.

Dios, gracias por haberme rescatado. Perdóname por todo el tiempo que perdí haciendo lo que quería, en vez de lo que Tú tenías para mí. Perdóname por preferir la mentira a la verdad. Gracias por hacerme libre. Por favor, que quienes lean esto alcancen a comprender esta libertad y a aceptarla. Te pido que el conocimiento de mis errores les allane el camino hacia Ti. Sobre todo, que puedan ver en mi vida el poder de tu amor. Gloria a tu santo nombre. En nombre de Jesús, el autor de mi salvación. Amén.