"No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree". (Romanos 1:16)

mayo 24, 2004

En lucha constante

Todo el tiempo debemos batallar contra los deseos del cuerpo. A cada momento nuestro viejo hombre nos presiona a hacer lo malo. Constantemente debemos resistir las tentaciones y seguir a Cristo.

El problema es que dentro nuestro conviven tanto la decisión de hacer el bien, como el deseo de hacer el mal: la decisión de hacer el bien, porque entendemos que debemos "procurar hacer lo bueno delante de todos", como aconseja Pablo en Romanos 12:17; y el deseo de hacer el mal, porque -como dice Santiago 1:14- "cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia (malos deseos) es atraído y seducido".

Romanos capítulo 7, versículos 14 al 23, dice:
"La ley es espiritual, pero yo soy meramente humano, y estoy vendido como esclavo al pecado. No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco. Ahora bien, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo en que la ley es buena; pero, en ese caso, ya no soy yo quien lo lleva a cabo sino el pecado que habita en mí. Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace sino el pecado que habita en mí.
Así descubro esta ley: que cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal. Porque en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios; pero me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo".


Como hombres, siempre vamos a caer en pecado: "no hay nadie que haga lo bueno; ¡no hay uno solo! (Salmos 14:3). Nuestro cuerpo, imperfecto, responde a una ley carnal, distinta a la que Dios manda. El pecado original, ese legado que Adán y Eva nos dejaron, hace que muchas veces nos comportemos como cerdos que continuamente se revuelcan en su propia inmundicia.
Tenemos en claro, también gracias a Adán y Eva y al discernimiento que el Espíritu Santo nos da, lo que está bien y lo que está mal. Sin embargo, por más que muchas veces decidamos hacer el bien, nuestros deseos carnales siempre nos traicionan.

"En conclusión, con la mente yo mismo me someto a la ley de Dios, pero mi naturaleza pecaminosa está sujeta a la ley del pecado". (Romanos 7:25)

El único camino para liberarnos del yugo del pecado es mediante la cruz de Cristo. Él es quien nos libera, quien rompe nuestras cadenas.

Roguemos a Dios que termine con todo pecado que pueda dominarnos, que nos ayude a abandonar malos hábitos, que nos dé fuerza para resistir la tentación. Él puede, y quiere, sostenernos en nuestras debilidades.
Como hombre, Cristo vivió lo mismo que nosotros, y todo lo resistió sin caer jamás. Acudamos, entonces, al único que puede ayudarnos cuando sentimos que algo nos domina, "porque como Él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados"(Hebreos 2:18).