"No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree". (Romanos 1:16)

mayo 23, 2004

¿Quién manda: mi cuerpo o yo?

Cristo murió en la cruz para justificarnos y así franquear el camino hacia Dios. Mediante ese sacrificio, Jesús venció al pecado. Su victoria nos da poder y libertad.

"Nuestra vieja naturaleza fue crucificada con Cristo para que nuestro cuerpo pecaminoso perdiera poder, de modo que ya no siguiéramos siendo esclavos del pecado", dice Romanos 6:6.

La propiciación de Cristo -es decir, su sacrificio para pagar por nuestras rebeliones y así hacernos aceptables ante Dios- nos da la facultad de que seamos nosotros quienes dominen al cuerpo y sus deseos, y que por ende no sea él quien nos domine a nosotros. Es nuestra responsabilidad no permitir que los viejos deseos de la carne vuelvan a esclavizarnos.

"No permitan ustedes que el pecado reine en su cuerpo mortal, ni obedezcan a sus malos deseos. No ofrezcan los miembros de su cuerpo al pecado como instrumentos de injusticia; al contrario, ofrézcanse más bien a Dios como quienes han vuelto de la muerte a vida, presentando los miembros de su cuerpo como instrumentos de justicia. Así el pecado no tendrá dominio sobre ustedes, porque ya no están bajo la ley sino bajo la gracia" (Romanos 6:12-14).

Estando bajo el regalo inmerecido del Padre -es decir, la justificación- tenemos autoridad sobre nuestra mente y cuerpo. Tomemos, entonces, nuestra decisiones con la madurez suficiente para "no conformarnos con los deseos que teníamos cuando estábamos en la ignorancia", como dice 1º Pedro 1:14; sino, conociendo la Verdad, persigamos aquellas cosas que verdaderamente transcienden a esta vida. "Bástenos ya el tiempo pasado para haber hecho lo que agrada a los incrédulos" (1º Pedro 4:3), hagamos ahora sólo lo que agrada a Dios, quien en su misericordia nos perfecciona día a día hasta el momento en que podamos ver como Él ve.